
por Octavio Majul
El aumento de la inflación, la presión sobre el tipo de cambio, la reducción del margen de ganancia global del capitalismo salvaje fruto de las imposiciones arancelarias de Donald Trump, la disputa con el FMI por el cepo cambiario, las críticas de Mauricio Macri, las victorias parlamentarias de la oposición tanto en el Senado con el rechazo a los pliegos de Manuel García Mansilla y Ariel Lijo como en Diputados con la apertura de una comisión investigadora por el caso Libra ponen al gobierno de Javier Milei en un escenario antes desconocido: la fragilidad.
Milei hizo uso y abuso de una estética política basada en la prepotencia para gobernar. En gran medida ese discurso se convirtió hegemónico en la Argentina. La prosperidad y el orden parecían necesitar de una figura fuerte sin fisuras. Quien pone los límites y castiga. Guía inquebrantable, inconmovible, severo, autócrata, faro, gendarme, justiciero y muchos etcéteras. El fracaso tan grande de los anteriores gobiernos y sus representantes le permitieron a Milei posicionarse como un genio. Como el único que la ve.
Gran parte de la población argentina, desesperada por la decadencia prolongada de este país, se aferró a esa esperanza. En esta simbiosis tóxica entre la autopercepción de mesías de un presidente electo, la pérdida de legitimidad del resto de las fuerzas políticas y las ganas de los argentinos de que un atajo nos lleve a la gloria rápida se gestó un margen de libertad antes inaudito en otras fuerzas de gobierno. Es que la excepcionalidad de su visión le tiene que garantizar un margen de acción igualmente excepcional. Y así fue.
En términos de políticas de gobierno logró por decreto realizar la reforma más grande del Estado y la Nación argentinas: eliminar organismos, reorganizar la burocracia estatal, desregular la economía, modificar la ley de contratos laborales, modificar el sistema previsional y realizar, en sus palabras, el mayor ajuste de la historia.
(Foto: Juan Vargas/NA)
En términos simbólicos y discursivos insultó a todo enemigo político coyuntural o permanente. Desde Lali hasta Macri, pasando por gobernadores como Ignacio Torres, de Chubut. Cualquier disidencia o crítica fue identificada como un acto inmoral de un sujeto inmoral que quería pervertir los destinos manifiestos de la patria. Milei corrió el límite de lo que era posible de hacer y de decir en la política argentina. Y eso al mismo tiempo que logró el silencio cómplice de los antiguos defensores de la civilidad política, guardianes de la República y críticos del “autoritarismo cristinista”: el republicanismo liberal argentino.
Controlar la inflación en la Argentina parecía ser un cheque en blanco de legitimidad que le permitía a Milei respaldar su forma de hacer política. Una forma política que no tenía fisuras. Que no daba un paso atrás. Que era un bloque sólido e imperturbable. Pero como en aquel famoso cuento sobre la masculinidad frágil de los hermanos Andersen, hablo de "El traje nuevo del emperador", la velocidad en que lo presuntamente sólido se fisura es rapidísima. La performance de inquebrantable y de genio necesita un solo error para ser irrecuperable. El movimiento psicológico de creer a no creer es igualmente rápido y muy difícil de revertir.
Si la inflación aumenta, la brecha cambiaria aumenta y el desembolso del FMI no sirve para morigerar los costos de la guerra comercial de Trump, ¿quién defenderá al que siempre gritó de manera prepotente? Hoy Milei parece depender más de la buena voluntad de actores externos que de sí mismo. Y si cambia su tono a uno más conciliatorio, ¿dónde residirá la legitimidad de su poder?