
Mientras el Gobierno argentino insiste en su narrativa de ajuste, recorte y eficiencia, hay rincones de la diplomacia nacional donde la realidad parece regirse por otros códigos… mucho más placenteros. En Azerbaiyán, la embajadora Mariángeles Bellusci no solo ejerce su cargo, sino que lo hace acompañada por su esposo, el ministro Víctor Enrique Marzari, quien fue designado como encargado de negocios. Todo muy casual, todo muy familiar.
El matrimonio diplomático disfruta de un departamento con vista al mar Caspio —porque claro, hasta el sacrificio debe tener su encanto— y vive a expensas del Estado argentino que, mientras exige austeridad y lágrimas en pesos a su ciudadanía, financia una vida de representación internacional a todo trapo… en dólares.
Desde Cancillería se argumenta que nombrar al cónyuge habría implicado un ahorro, porque se evitó trasladar a otro funcionario. Una lógica impecable: si ya tenés a tu pareja al lado, ¿para qué buscar a alguien con experiencia o perfil técnico? El resultado: una embajada que funciona como una suerte de beca dorada para diplomáticos de carrera que encuentran en este tipo de destinos la combinación perfecta entre tranquilidad geográfica, poca exigencia y alto estándar de vida.
La pareja recorre el país, asiste a actos protocolares, se saca fotos, emite comunicados formales y asiste a cumbres internacionales como la de cambio climático, mientras los recursos de la embajada cubren traslados, eventos, logística y —por supuesto— el prestigio de representar al país en el otro lado del mundo.
Y hablando de cumbres: no contentos con disfrutar de los beneficios del cargo, Bellusci y Marzari también decidieron participar de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático COP29, en Bakú. Un evento que el propio Javier Milei y su espacio político desprecian abiertamente, tildándolo de innecesario, ideologizado o, en palabras más técnicas, “una pérdida de tiempo”. Pero parece que algunos funcionarios libertarios están perdiéndole el miedo al Presidente y a su hermana Karina —alias “El Jefe”— y empiezan a ejercer cierta autonomía diplomática. Cabe recordar que ambos fueron designados durante la gestión de Alberto Fernández, bajo el ala política de Santiago Cafiero, por lo que su lealtad con la nueva administración parece tan tibia como el té que sirven en los salones oficiales de Bakú.
¿Y los resultados concretos de su gestión? Bueno, probablemente tan etéreos como la brisa del mar Caspio que se cuela por el balcón del departamento oficial. Porque si uno revisa el intercambio comercial o los avances estratégicos entre Argentina y Azerbaiyán, el balance es... generoso, por decir algo.
Todo esto nos lleva a una pregunta inevitable: ¿es esto coherente con la idea de un Estado “austero” que exige sacrificios al resto del funcionariado y la ciudadanía? ¿O estamos frente a otro caso en el que el poder acomoda las reglas para que unos pocos vivan como diplomáticos del siglo XIX mientras el resto hace malabares para llegar a fin de mes?
La comparación con el nexo entre Javier Milei y su hermana Karina, jefa de asesores y figura omnipresente en la toma de decisiones, aparece casi de forma automática. La defensa del vínculo se basa en la confianza y la “eficiencia operativa”, pero cuando la familia ocupa lugares clave, los límites entre meritocracia y favoritismo no solo se desdibujan: desaparecen.
Lo que ocurre en Azerbaiyán podría parecer anecdótico, una perlita en la estructura diplomática global. Pero en un gobierno que se autodefine como único, austero y disruptivo, cada contradicción es una mancha. Y si se exige al pueblo apretarse el cinturón, acaso el ejemplo debería empezar por quienes lo ajustan... incluso en los confines más cómodos y costosos del planeta.