
El 15 de abril de 2025, la Justicia peruana dio un golpe firme contra la corrupción: el expresidente Ollanta Humala y su esposa, Nadine Heredia, fueron condenados a 15 años de prisión por lavado de dinero. Según el fallo, ambos recibieron fondos millonarios e ilegales de la constructora Odebrecht y del gobierno de Hugo Chávez para financiar sus campañas presidenciales de 2006 y 2011.
El tribunal también impuso una reparación civil de 10 millones de soles y ordenó disolver Todo Graph, una empresa pantalla usada para encubrir los fondos. Humala fue trasladado de inmediato al penal de Barbadillo, el mismo donde están recluidos otros expresidentes peruanos marcados por la deshonra.
Más allá de los tecnicismos legales, lo que más indigna es la traición al discurso que lo llevó al poder. Humala prometió cambio, honestidad, justicia social. Pero, como revela esta sentencia, su campaña estuvo financiada por dinero sucio y sus ideales se desdibujaron rápidamente entre pactos oscuros y lealtades cuestionables.
Mientras enarbolaba un discurso nacionalista y progresista, aceptaba millones de una autocracia extranjera, mientras criticaba el intervencionismo, se dejaba financiar por uno de los regímenes más autoritarios del continente, la contradicción es profunda.
Lo de Humala y Heredia es, sin duda, una lección. Una muestra de que la justicia, aunque lenta, puede tocar a quienes parecían intocables. Pero también es una oportunidad para mirar al futuro: o seguimos normalizando la corrupción como parte del paisaje, o decidimos, de una vez por todas, que la política está para servir, no para servirse. Y es que al final, lo que está en juego es la dignidad de un país entero. La posibilidad de volver a creer que el poder no tiene por qué ser sinónimo de traición.