
Ankara reaviva sus ambiciones de acceder nuevamente al caza estadounidense, pero arrastra los costos de su acercamiento a Moscú y la desconfianza de sus aliados occidentales. Mientras reduce su pedido de F-16, Turquía intenta reabrir el diálogo con Estados Unidos para reincorporarse al programa F-35. Sin embargo, el legado de los S-400 rusos, las tensiones con Grecia y la oposición firme de Israel complican el camino hacia la restauración de su posición estratégica.
Desde su exclusión del programa F-35 en 2019 por la adquisición del sistema antiaéreo ruso S-400, Turquía ha buscado fórmulas diplomáticas, tecnológicas e imaginativas para redimirse ante Washington. En marzo de 2025, el presidente Erdogan reactivó su apuesta personalista al conversar directamente con Donald Trump —quien podría volver al poder en Estados Unidos— con la esperanza de reinsertarse en la iniciativa liderada por Lockheed Martin.
Turquía no fue un socio menor: invirtió más de mil millones de dólares en el programa, fabricó componentes críticos e incluso tiene seis cazas completamente pagados que permanecen almacenados en hangares estadounidenses, sin perspectivas de entrega. El conflicto, sin embargo, no es técnico. Es simbólico y político.
El colapso comenzó cuando Washington se negó a venderle a Ankara los sistemas Patriot tras el intento de golpe de Estado de 2016. Erdogan, en un acto de desafío y pragmatismo geoestratégico, recurrió a Moscú. Compró el sistema S-400, provocando sanciones bajo la ley CAATSA y su inmediata expulsión del programa F-35.
Hoy, cinco años después, el gobierno turco intenta ofrecer “soluciones creativas”: trasladar los S-400 a la base aérea de Incirlik bajo control internacional, o moverlos a nuevas instalaciones en el norte de Siria. Propuestas difíciles de materializar sin la bendición —y la sospechosa pasividad— del Kremlin.
En paralelo, Ankara ha congelado parcialmente su megaorden de 40 F-16V y la modernización de 79 cazas adicionales —una operación que superaba los 20.000 millones de dólares—, recortando el pedido a apenas un tercio. La apuesta parece ser clara: recuperar el acceso al F-35 como vía de “salto tecnológico”, antes que continuar con plataformas de cuarta generación.
Pero Erdogan tampoco abandona del todo los F-16. Su mensaje es ambiguo: “o me dan los F-35 o ajusto cuentas con lo invertido”. La Casa Blanca, sin embargo, no responde bien a la diplomacia de ultimátum.
Turquía no juega sola en esta carrera. Grecia, su rival histórico, tiene previsto recibir su propio lote de F-35 en 2028. Eso le otorgará una superioridad aérea regional que preocupa a Ankara, más aún teniendo en cuenta su presencia militar activa en Siria y el Mediterráneo oriental.
Israel, por su parte, ha sido un actor silencioso pero contundente. Jerusalén considera inaceptable que un país que opera tecnología rusa pueda acceder a un caza de quinta generación de EE. UU. La interoperabilidad con la OTAN, el riesgo de fugas tecnológicas y la inestabilidad regional son razones más que suficientes. Tanto Israel como Grecia han intensificado su presión en el Congreso estadounidense para bloquear cualquier concesión a Erdogan.
La esperanza turca parece cifrada en un eventual regreso de Trump a la presidencia. Durante su gestión, el expresidente favoreció las relaciones bilaterales y el “trato directo” por encima de las estructuras institucionales de la OTAN. Erdogan parece confiar en que una cumbre con su viejo aliado pueda revertir años de aislamiento militar.
Pero ni siquiera con Trump en la Casa Blanca el retorno sería automático. Implicaría eliminar sanciones, rediseñar acuerdos de seguridad y reconstruir puentes de confianza con aliados profundamente escépticos.
Turquía dice estar lista para negociar, pero no muestra señales de abandonar sus sistemas rusos, ni de alinearse completamente con las doctrinas de defensa de la OTAN. Quiere reaparecer en el club del F-35 sin resolver su ambivalencia estratégica. Su mensaje al mundo occidental parece claro: quiere seguir bailando en todas las pistas al mismo tiempo.
Pero la multipolaridad tiene precio. El caso turco es un recordatorio de que no se puede operar un S-400, firmar acuerdos con Putin y, al mismo tiempo, exigir acceso al caza más sofisticado del arsenal estadounidense.
Ankara se enfrenta a un dilema profundo: redefinir su rol geopolítico o resignarse a una posición periférica dentro del eje occidental. El F-35 no es solo un avión: es una llave de acceso a una arquitectura estratégica de la que Turquía, hoy, está excluida por sus propias decisiones.
Si Erdogan insiste en jugar todas sus cartas sin descartar ninguna, terminará perdiendo la mano.