
En una Plaza de San Pedro, un domingo de resurrección con peso geopolítico, colmada por decenas de miles de fieles, peregrinos y diplomáticos, el Papa Francisco reapareció este Domingo de Pascua con una presencia que superó los límites de lo simbólico. No se trató solo de la liturgia más importante del calendario cristiano, sino de una declaración de principios: a sus 88 años y con notorios signos de fatiga física, Jorge Mario Bergoglio, argentino y jesuita, volvió a mostrar que el papado sigue siendo una voz incómoda pero necesaria en el convulsionado escenario mundial.
El Pontífice presidió la misa pascual desde el balcón central de la Basílica de San Pedro —una decisión que permitió preservar su salud, sin restarle impacto a su mensaje— y luego impartió la tradicional bendición Urbi et Orbi, un gesto ancestral que se proyecta hacia “la ciudad y el mundo”, pero que este año retumbó con un tono muy actual: denunció el rearme global, llamó al desarme nuclear y pidió el fin inmediato de los conflictos armados en Gaza y Ucrania.
“Mientras se celebra la Pascua del Señor, pienso en la violencia y la destrucción que continúan afectando a muchas partes del mundo”, dijo con voz pausada pero determinada. “Que se promueva un intercambio general de prisioneros entre Rusia y Ucrania. Que se abran caminos de paz en Tierra Santa”. Palabras medidas, sí, pero cargadas de contenido político en un momento en que muchas capitales prefieren mirar hacia otro lado.
Nadie puede acusar al Papa argentino de tibieza. Desde su elección en 2013, su pontificado ha sido una constante en denunciar las injusticias estructurales del sistema internacional, el cinismo de las potencias bélicas y la indiferencia ante el sufrimiento humano. Esta Pascua no fue la excepción. Su denuncia del “rearme global”, pronunciada en pleno corazón de Europa, resuena como un cachetazo ético frente a la hipocresía de Occidente y la brutalidad de Oriente.
Es particularmente notable que el mensaje haya sido pronunciado justo cuando los gastos militares alcanzan niveles récord desde la Guerra Fría. En vez de centrarse en debates internos de la Iglesia, Francisco volvió a actuar como estadista global, como un líder moral en tiempos de líderes mediocres. Su llamado no fue abstracto ni espiritualizado: apuntó directamente contra la lógica del poder por el poder, la industria armamentista y la banalización del sufrimiento humano.
La salud del Papa ha sido motivo de preocupación en los últimos meses. Dificultades respiratorias, movilidad reducida y una agenda cada vez más limitada alimentaron especulaciones sobre su posible renuncia. Sin embargo, la imagen que ofreció este domingo —aunque visiblemente agotado y sin participar de la procesión— fue la de un hombre consciente de su fragilidad física pero imperturbable en su misión.
Es un dato que no puede pasarse por alto: en una Iglesia históricamente acostumbrada a la opacidad y el secretismo, Francisco ha optado por la transparencia y la autenticidad. En vez de ocultar su deterioro, lo abraza como parte del camino. La Pascua, fiesta de la resurrección tras el sufrimiento, se vuelve también una metáfora personal: su cuerpo envejece, pero su voz sigue clara, su visión intacta.
En un momento en que Argentina atraviesa su propio calvario económico y político, la figura del Papa Francisco actúa como recordatorio de un país con reservas morales y proyección universal. Su mirada latinoamericana, su opción preferencial por los pobres y su vocación de paz están impregnadas de su identidad porteña, de Villa Devoto y de los patios jesuitas.
Aunque evita inmiscuirse directamente en la política doméstica argentina, su sola existencia en el trono de Pedro es un recordatorio incómodo para quienes ven al mundo en términos puramente tecnocráticos o mercantiles. Francisco es el argentino más influyente del planeta, y cada Pascua lo recuerda al mundo.
En tiempos marcados por guerras, polarización y crisis climática, el Papa cerró su mensaje con una frase que, aunque sencilla, encierra una teología de la resistencia: “La esperanza no defrauda”. No es una consigna vacía, sino una brújula espiritual y política. No es optimismo ingenuo, sino compromiso con un horizonte distinto.
Francisco sabe que no basta con denunciar: hay que anunciar. Y este domingo, desde Roma, lo hizo. Con voz cansada, pero con autoridad intacta. Con un cuerpo frágil, pero con fe inquebrantable. En su Pascua personal, volvió a recordarnos que aún hay lugar para la dignidad, la paz y la compasión en un mundo cada vez más cruel.