
Para el pensamiento libertario argentino —y, en particular, para Javier Milei— el Papa Francisco fue, durante años, algo así como un hereje de mercado. No por su rol como líder espiritual de más de mil millones de personas, sino por ese molesto hábito de hablar de pobres, justicia social y “economía con rostro humano” en lugar de tasas de interés, bonos y el sagrado orden espontáneo. En un país donde la política se mezcla con la fe y la grieta es una religión en sí misma, el pontífice argentino se convirtió en blanco preferido del discurso liberal más combativo.
Desde la perspectiva libertaria, Francisco representaba todo lo que no debía hacerse: criticar al capitalismo, hablar de redistribución, cuestionar la idolatría del dinero (esa especie de “sacrilegio fiscal”) y, encima, hacerlo desde el centro del poder simbólico de Occidente. Su insistencia en recordar que “los bienes deben estar al servicio de todos” fue vista como un retorno disfrazado al colectivismo, una especie de peronismo vaticano con sotana blanca.
Y ahí apareció Milei, fiel a su personaje: acusó al Papa de “imbécil”, “zurdo”, “enemigo de la libertad” y, por si quedaban dudas, “representante del maligno en la Tierra”. No era simplemente una crítica: era una declaración de guerra cultural. Una especie de exorcismo ideológico contra el símbolo máximo del “altruismo forzado”.
Sin embargo, Francisco nunca fue del todo cómodo para nadie. Su mensaje económico incomodaba a los liberales, pero sus posiciones en temas como el aborto, la eutanasia o la familia tradicional tampoco entusiasmaban demasiado a la izquierda progresista. Fue un Papa que —como todo buen jesuita— se movió con astucia en zonas grises. Antiglobalista, pero no antioccidental. Crítico del capital, pero distante de los totalitarismos. Un dirigente que hablaba de compasión con lenguaje de poder, y que se enfrentó tanto al “dios mercado” como a los populismos mesiánicos.
La paradoja estalló en febrero de 2024, cuando Milei —ya presidente— se encontró cara a cara con su enemigo espiritual. Y no hubo fuego ni azufre, sino sonrisas, regalos, rosarios y, sí, hasta un abrazo. Algunos lo llamaron diplomacia, otros hipocresía. Pero en política, como en el Vaticano, el perdón también cotiza.
Hoy, con el Papa fallecido, queda una postal final difícil de ignorar: el líder libertario que lo denostó durante años, suspendiendo su agenda y evaluando viajar a Roma para despedirlo. Porque, incluso desde la vereda opuesta, Francisco logró lo que pocos: que sus detractores lo escuchen. Y, al final, que lo respeten.
Desde una óptica libertaria, Francisco será recordado como un Papa que incomodó al mercado, desordenó el algoritmo de la rentabilidad y nunca dejó de insistir en que los pobres no son externalidades del sistema. Un Papa que, incluso cuando fue acusado de “socio del comunismo”, respondió con algo peor para los fanáticos de la polarización: una sonrisa.