
La guerra en Ucrania atraviesa un momento crucial. Desde París, emisarios del expresidente Donald Trump presentaron una propuesta de paz que sugiere reconocer la soberanía rusa sobre Crimea y otros territorios ocupados, a cambio de garantías de seguridad para Ucrania y el levantamiento de sanciones contra Moscú.
La iniciativa, lejos de representar un simple esfuerzo pragmático para detener las hostilidades, marca una ruptura peligrosa con el principio central del derecho internacional post-1945: la prohibición de adquirir territorios mediante el uso de la fuerza.
En contrapartida, Londres —en voz del primer ministro Keir Starmer— ha endurecido su postura. Aseguró que el Reino Unido no aceptará ninguna forma de cese del fuego que consolide las ganancias territoriales de Rusia. Starmer enfatizó que cualquier solución debe contar con el pleno consentimiento de Kiev y no puede implicar concesiones unilaterales.
El plan presentado por los allegados a Trump evoca paralelismos históricos sombríos. La referencia más inmediata es el Acuerdo de Múnich de 1938, cuando las potencias occidentales cedieron los Sudetes a Hitler en un intento fallido de evitar la guerra. Esa capitulación fortaleció al agresor y aceleró la Segunda Guerra Mundial. De manera similar, legalizar ahora las anexiones rusas bajo el pretexto de la paz podría sembrar las semillas de futuros conflictos de escala aún mayor.
El Reino Unido parece haber aprendido esa lección. Starmer recordó con admiración la decisión de Volodímir Zelenski de quedarse en Kiev durante los primeros días de la invasión, como un símbolo de resistencia que Occidente tiene el deber de respaldar. El mensaje británico es claro: negociar la paz no puede significar legitimar la conquista.
La aceptación de un acuerdo de este tipo reconfiguraría el escenario internacional. El precedente de Crimea serviría como manual para otras potencias revisionistas. China podría ver en ello una justificación para aumentar su presión sobre Taiwán; Turquía podría endurecer su postura sobre Chipre o Siria; conflictos congelados en el Cáucaso, los Balcanes o África podrían reactivarse.
Además, la credibilidad de Occidente como garante de la seguridad de naciones pequeñas y medianas se vería gravemente dañada. ¿Qué valor tendrían entonces las garantías de seguridad para países como Moldavia, Georgia o incluso aliados formales de la OTAN en Europa del Este?
El plan de Trump refleja una política exterior centrada en intereses económicos inmediatos —como el reinicio de las relaciones energéticas con Rusia— y menos preocupada por los valores democráticos o la arquitectura de la paz global. A su vez, la firmeza británica busca mantener viva la idea de que las normas internacionales deben ser defendidas, incluso si el precio es sostener una guerra prolongada.
La divergencia entre Washington (o al menos el sector trumpista) y Londres cristaliza una fractura en Occidente: ¿priorizar los intereses estratégicos inmediatos o defender principios universales?
Hoy, en Ucrania, no solo se libra una batalla por territorios. Se libra, una vez más, una batalla por el alma del sistema internacional. Ceder frente a la fuerza sería aceptar un futuro de inseguridad crónica. Resistir, aunque doloroso, puede ser la única vía para preservar un orden global basado en reglas y derechos.