
La ausencia de la única monarca argentina en el funeral del primer papa latinoamericano no solo marca un hecho administrativo: revela el vacío de autoridad simbólica en tiempos donde los gestos pesan más que las palabras. Una omisión que interpela a la realeza, a la diplomacia y, sobre todo, a la historia.
I. Cuando Roma se convirtió en el espejo del mundo
Cuando el mundo entero giraba sus ojos hacia Roma para despedir a Jorge Mario Bergoglio —el papa Francisco, primer pontífice latinoamericano y uno de los líderes espirituales más influyentes del siglo XXI—, una ausencia resultó ensordecedora.
Máxima Zorreguieta, reina consorte de los Países Bajos, nacida y criada en Argentina, católica de formación, símbolo de integración y movilidad global, no estuvo presente.
Según la versión oficial, la ausencia se debió a "motivos de agenda". El rey Guillermo Alejandro y la reina Máxima se encontraban abocados a los preparativos del Día del Rey, festividad nacional inminente en Países Bajos. El argumento, aunque administrativamente plausible, revela su insuficiencia a poco de analizar el peso simbólico del momento. Porque en los grandes rituales de la política mundial, la diplomacia no sólo se ejerce con discursos: también —y sobre todo— con gestos. Y esta vez, el gesto que el mundo esperaba no ocurrió.
II. La monarquía, el protocolo y la autoridad moral que no se ejerce
Máxima no ostenta un cargo político formal. Como reina consorte, su rol es representativo, no ejecutivo. No tiene, estrictamente hablando, "autoridad de Estado" para actuar autónomamente en materia de relaciones exteriores. Y sin embargo, como figura de la realeza —y única soberana argentina en funciones en toda la historia moderna— su sola presencia habría encarnado un gesto de extraordinaria fuerza simbólica.
La historia enseña que en los funerales de Estado no sólo se honra a quien parte: también se afirman lazos, se curan heridas, se lanzan puentes diplomáticos que una década de negociaciones no lograría construir. Y en este caso, el adiós a Francisco representaba mucho más que un acto de cortesía: era la oportunidad de honrar a un compatriota que, desde Roma, había tendido su mano repetidas veces a Latinoamérica y a su Argentina natal. No se trataba de Máxima la reina, ni siquiera de Máxima la esposa: se trataba de Máxima la argentina. Y de su silencio.
III. Un gesto que marca distancias
La monarquía neerlandesa, cauta, priorizó la estabilidad interna. La creciente secularización de la sociedad holandesa —donde apenas el 20% de la población se identifica como católica practicante— sugiere que un viaje real a un funeral papal podría percibirse como un gesto anacrónico o incluso polémico. La Casa de Orange-Nassau, siempre consciente de su popularidad fluctuante, parece haber apostado por la prudencia.
Pero la diplomacia no se mide únicamente en encuestas de aprobación. El silencio, en ciertos momentos, pesa más que la palabra. Y la ausencia de Máxima resuena, especialmente en el mundo hispanohablante, como una oportunidad perdida de representar —aunque sea simbólicamente— a un continente que todavía la siente un poco propia.
Recordemos: los reyes de España estuvieron presentes. Los de Bélgica enviaron representación oficial. Incluso monarquías protestantes, como la sueca, enviaron gestos de condolencia a la Santa Sede. ¿No habría sido natural que la única reina nacida en Buenos Aires viajara, aunque sea a título personal, para honrar a quien, hasta el final, se presentó como “el papa del fin del mundo”?
Como señala la experta británica en ceremonial diplomático Helena Pickard: “La diplomacia simbólica rara vez admite justificaciones administrativas. Lo que se percibe pesa más que lo que se explica”. Y la percepción fue la de una distancia dolorosa.
IV. De la historia a la omisión: un caso de deber no asumido
La diplomacia internacional reconoce que no todos los gestos necesitan permiso. Las casas reales europeas históricamente han cultivado la capacidad de actuar simbólicamente más allá de los gobiernos de turno. Isabel II del Reino Unido asistió en 2011 a la histórica visita a Irlanda, un gesto de reconciliación que nadie le exigió, pero que todos comprendieron. El rey Felipe VI multiplica los gestos hacia América Latina, muchas veces sorteando la delicada política interna española.
Como recuerda el historiador español José Antonio Escudero: "Las casas reales actúan muchas veces en el terreno del gesto no codificado: aquello que no está escrito pero que todo el mundo comprende."
Máxima, en cambio, optó por la omisión. Una omisión que, lejos de pasar desapercibida, deja un rastro amargo de distancia. No es su culpa, podría decirse. No tenía autoridad para viajar en nombre del Estado. Pero las grandes figuras históricas no siempre actúan porque se les autoriza: actúan porque entienden que su presencia misma es un acto de diplomacia.
La paradoja, brutal, queda planteada: la única reina argentina en la historia contemporánea no estuvo allí para despedir al primer papa argentino. Y en la política internacional —como en la vida— no estar también es una forma de decir algo.
V. El costo del silencio
La monarquía europea atraviesa un proceso de transformación profunda. Para sobrevivir en sociedades cada vez más laicas, más democráticas y más escépticas, debe volverse más cotidiana y menos ceremonial. Pero en esa transición, corre el riesgo de perder el alma: su capacidad de representar, de encarnar símbolos, de ser algo más que una función administrativa.
Máxima, formada en la lógica corporativa y la eficiencia internacional, parece haber encarnado este dilema. Profesional, elegante, correcta, pero en el momento crucial, ausente.
Como advertía el diplomático Richard Holbrooke: "La diplomacia se libra en los salones, pero se gana en los gestos". Y en esta ocasión, el gesto que el mundo esperaba de ella no llegó.
La historia recordará a Francisco como el papa que vino del fin del mundo. Recordará su humildad, su intento de acercar la Iglesia al pueblo, su inusual renuncia a las pompas del Vaticano. ¿Recordará también que, en su despedida, la Argentina real —no la política ni la religiosa, sino la encarnada en su única reina— brilló por su ausencia?
Quizás no. Pero para quienes entienden la fuerza de los gestos, ese vacío no será tan fácil de olvidar.
Porque en la diplomacia, como en la vida, estar presente sigue siendo la forma más simple —y más poderosa— de honrar una historia compartida.