
I. De Roma a Ámsterdam: dos escenas, un mismo silencio
La historia reciente nos regaló imágenes de enorme potencia simbólica: el funeral de Estado de un papa latinoamericano y la celebración civil de una monarquía europea. Dos rituales públicos, dos coreografías de la identidad colectiva.
Cuando Jorge Mario Bergoglio, primer papa argentino, fue despedido en Roma bajo la solemnidad de la historia, muchos esperaban ver entre los presentes a Máxima Zorreguieta, también hija de la Argentina, también figura global. No fue así.
La reina consorte de los Países Bajos, la única soberana argentina de la historia moderna, eligió ---o aceptó- no estar. Y mientras Roma se cubría de luto, ella reapareció días después en su patria adoptiva, sonriente y radiante, celebrando el Día del Rey.
Esa secuencia -la ausencia y luego la presencia festiva- abrió una herida silenciosa en la memoria colectiva que aún sigue latiendo.
II. El regreso que no cierra heridas
Apenas unos días después de la despedida mundial a Jorge Mario Bergoglio —el primer papa argentino, el pontífice que cambió la historia de la Iglesia en el siglo XXI—, Máxima Zorreguieta reapareció ante las cámaras en Países Bajos, celebrando con visible entusiasmo el Día del Rey.
Vestida de manera impecable, sonriente, saludando a multitudes y participando de los festejos oficiales, la reina consorte volvió a ocupar su rol en la vida pública neerlandesa como si nada hubiera sucedido.
Y, sin embargo, algo había sucedido.
Y no se trataba sólo de una omisión diplomática: era una herida simbólica.
Porque cuando el mundo latinoamericano esperaba verla, no en nombre del trono de Orange sino en nombre de su propia historia, Máxima eligió el silencio. Y ahora, su reaparición festiva -lejos del recogimiento, lejos de la solemnidad- funciona más como una confirmación de distancia que como un acto de reparación.
III. El peso de una ausencia, la ligereza de una sonrisa
La escena del Día del Rey, llena de música, banderas y alegría popular, contrastó brutalmente con las imágenes sombrías de la Basílica de San Pedro, donde los líderes del mundo -incluidos reyes, presidentes y primeros ministros- despedían a Francisco bajo el cielo gris de Roma.
Máxima -única reina argentina en funciones en la historia moderna- no estuvo allí para honrar al primer papa nacido en su tierra. No se la vio caminar entre los dignatarios, no se inclinó ante el féretro, no acompañó con su presencia el adiós de toda una región. Se la vio, en cambio, sonriendo ampliamente en los canales de los Países Bajos, animando a los ciudadanos locales en una fiesta patria que, ciertamente, estaba en su agenda.
¿La imagen de la normalidad restaurada? ¿O una desconexión alarmante entre la historia personal y la historia colectiva?
IV. Gestos que no se olvidan
En el lenguaje silencioso de la diplomacia, los gestos pesan más que las palabras. Máxima cumplió con sus deberes oficiales nacionales; nadie lo niega. Pero también dejó pasar -sin siquiera un gesto público de condolencia personal- la oportunidad de reconciliar sus dos patrias: la de nacimiento y la de adopción.
En el protocolo real europeo, las ausencias no se explican tanto como se leen. Cada movimiento, cada omisión, cada aparición tiene un significado que trasciende lo inmediato. Y la reaparición sonriente de Máxima, sin una sola palabra sobre Francisco, sin un homenaje personal, sin siquiera una referencia simbólica al papa argentino, termina de sellar lo que su ausencia había iniciado: la percepción de una distancia insalvable.
V. La paradoja argentina
El destino quiso que la Argentina contemporánea produjera dos figuras extraordinarias:
— un papa surgido del barrio porteño de Flores, que reformó el Vaticano y conquistó al mundo.
— y una reina, formada en los rascacielos de Wall Street, que encarnó el ideal de la globalización cosmopolita.
Francisco y Máxima, contemporáneos, compatriotas, universales en sus trayectorias, simbolizaban dos caras posibles de la Argentina en el mundo.
El funeral en Roma era el escenario natural donde esos dos relatos podían cruzarse simbólicamente. Pero esa imagen nunca ocurrió.
Y en su lugar, quedó la sonrisa del Día del Rey: perfecta, inmaculada, pero también, para muchos, vacía.
VI. Entre la historia y la oportunidad perdida
La historia no se construye sólo con hechos; también se construye —y sobre todo— con gestos.
La realeza, si quiere sobrevivir al siglo XXI, debe entender que su legitimidad no viene de sus títulos ni de sus contratos constitucionales, sino de su capacidad para representar algo más grande que sí misma.
Máxima, en esta ocasión, no representó a la Argentina, ni a Latinoamérica, ni siquiera a ese mundo católico que la vio crecer. Representó, apenas, la continuidad de un protocolo administrativo.
Correcto. Impecable. Pero vacío.
Y en la política internacional -como en la memoria colectiva- las oportunidades perdidas pesan más que los actos cumplidos.
La reina ha vuelto a sonreír.
Pero para muchos, su silencio aún suena más fuerte que su risa.