
El funeral del Papa Francisco no solo fue una solemne despedida religiosa, sino también un escenario de diplomacia internacional, con una coreografía política cuidadosamente orquestada. En ese escenario, la ubicación de los mandatarios presentes no fue accidental: cada asiento parecía ser un reflejo de las complejas dinámicas geopolíticas que rigen las relaciones internacionales actuales.
De acuerdo con la información oficial proporcionada por la Oficina de Prensa del Vaticano, los presidentes fueron distribuidos según el orden alfabético en francés de sus países, un protocolo que, como es habitual en eventos de esta magnitud, busca mantener el orden en la colocación. Sin embargo, la cercanía a la primera fila no siguió estrictamente ese patrón. Argentina e Italia, los países de origen de Francisco y la anfitriona de la ceremonia, fueron privilegiados con los asientos más cercanos al altar, en un claro reflejo del reconocimiento hacia sus roles centrales en la vida del Papa.
El presidente argentino, Javier Milei, ocupó la posición más destacada. No es difícil ver por qué: no solo representa al país natal de Francisco, sino que, bajo su mandato, Argentina se ha alineado con una corriente de pensamiento político occidental que coincide con muchos de los intereses vaticanos, especialmente en cuestiones de orden económico y social. Milei no es solo un líder más; en esa ubicación tan privilegiada, se mostró como un referente para muchos en América Latina, cuyo mandato refleja una ruptura con el pasado kirchnerista y la búsqueda de una renovación tanto interna como en su relación con las grandes potencias. Su presencia en ese lugar, casi como un digno sucesor de la tradición política argentina ante la Santa Sede, le otorga un peso simbólico que va mucho más allá de su cargo.
Detrás de él, y a una distancia más moderada, se encontraba Giorgia Meloni, la primera ministra de Italia. En la foto, Meloni ocupaba una posición secundaria, pero no menos importante. Como anfitriona, la líder conservadora italiana tenía que estar allí, cerca de la familia papal, aunque su rol estaba inevitablemente subordinado al simbolismo argentino. De todos modos, la afinidad ideológica entre Meloni y Milei, marcada por su defensa de valores tradicionales y políticas de mercado, hizo que su cercanía en la ceremonia no resultara incómoda para nadie en Roma.
Muy diferente fue el caso del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. A pesar de liderar la mayor economía de América Latina, Lula fue relegado a una ubicación lejana, como un actor secundario en un drama global en el que ya no es protagonista. La creciente alineación de Brasil con regímenes como Rusia, China e Irán, su retórica antioccidental, y su ambigua relación con el Papa durante los últimos años parecen haberlo condenado a la periferia del evento. En un Vaticano que no olvida ni perdona ciertos gestos, su lejanía no fue casual.
Peor aún fue la situación de Donald Trump. Aunque presente en Roma, el presidente estadounidense ni siquiera apareció en las fotos oficiales. Según relató el ministro español Félix Bolaños, "no hubo solicitudes de cambios de lugar" por parte de Trump, aunque en el ambiente flotaba el mensaje diplomático: las excentricidades del presidente, no tenían cabida en la sobriedad que exigía el funeral de Francisco.
La embajadora de España ante la Santa Sede, Isabel Celaá, reforzó esta postura al considerar que la disposición de los mandatarios fue "correcta", basada en criterios estrictamente protocolares y sin privilegios personales, salvo —por supuesto— las excepciones para Argentina e Italia, por su significado único en la historia del Papa.
En resumen, más allá de los himnos, los rezos y la solemnidad, el funeral de Francisco dejó una fotografía política del mundo actual: líderes en ascenso, figuras en declive y otros, directamente, borrados del encuadre.