
Esta mañana de jueves volvió a quedar paralizada Roma, una densa columna de humo negro se alzó desde la chimenea de la Capilla Sixtina, cruzando el cielo romano frente a la mirada expectante de unas 15.000 personas reunidas en la Plaza de San Pedro. Era el segundo día del Cónclave y, pese a las dos nuevas votaciones matutinas, aún no hay señales blancas: el sucesor de Pedro sigue sin definirse.
Los fieles, muchos de ellos peregrinos llegados desde distintos rincones del mundo, observaron en silencio, algunos con los ojos cerrados en oración, otros con el celular en alto capturando el instante. Las cámaras de televisión transmitían en directo a millones de personas una imagen que se repite desde siglos: el humo que habla, que no dice nombres pero sí marca tiempos. Negro, por ahora.
La jornada comenzó temprano. Los 133 cardenales electores —hombres vestidos de rojo, pero cargando en su espíritu el peso del blanco papal— se congregaron en la Capilla Paulina para celebrar la Misa y los Laudes, como lo manda la liturgia y la tradición. Luego, en un silencio más solemne que el habitual, se trasladaron nuevamente a la Capilla Sixtina, donde rezaron la Hora Media antes de dar inicio a las votaciones.
El proceso es lento, deliberado, casi ritual. No se trata solo de contar votos: se trata de discernir, de escuchar la voz de Dios entre las voces humanas. Por eso el humo, ese signo aparentemente simple, se convierte en un símbolo cargado de sentido. El negro, esta vez, es más que un color: es la espera, es la duda, es la búsqueda.
Después del almuerzo comunitario en la residencia de Santa Marta, donde cada conversación puede esconder un gesto o una palabra reveladora, los cardenales tienen previsto regresar al Palacio Apostólico a las 15.45. A las 16.30 volverán a encerrarse en la Sixtina para otras dos votaciones. Si nuevamente no hay acuerdo, una nueva fumata negra cubrirá el cielo al atardecer, y el mundo entero continuará esperando.
Desde 1274, cuando Gregorio X institucionalizó el Cónclave en respuesta a prolongadas vacancias papales, este proceso ha sido tanto un acto eclesiástico como un drama espiritual. No hay multitudes que griten, no hay campañas, no hay promesas. Hay silencio, plegaria y el murmullo ancestral del Espíritu Santo, que sopla —como dice la Escritura— donde quiere y cuando quiere.
El mundo mira hacia Roma, no solo en busca de un nombre, sino también de una señal. ¿Será mañana? ¿Será esta tarde? Nadie lo sabe. Pero mientras la Capilla Sixtina guarda secretos, la Plaza de San Pedro se convierte, una vez más, en altar y asamblea. Un lugar donde lo eterno se cruza con lo inmediato, donde el misterio de la Iglesia se manifiesta ante los ojos del mundo.