
“Nosotros ahora somos como los polacos en el 2005: viudos de nuestro Papa”, dice una voz con tono entre nostálgico y socarrón en un asado de provincia. No es tristeza, es algo más complejo. Un duelo afectivo, nacional, simbólico. Porque para muchos argentinos, Jorge Mario Bergoglio no fue solo el Papa. Fue nuestro Papa. El que hablaba como nosotros, pensaba como nosotros, y -sobre todo- nos hizo sentir que el mundo también podía hablar desde el sur.
Ahora, con la elección de León XIV -el primer Pontífice estadounidense, con raíces peruanas y promovido a cardenal por el propio Francisco-, los argentinos miran de lejos un cónclave que ya no les pertenece del todo. Y aunque el mundo católico gira, para algunos, algo se detuvo. Como un eco que deja de rebotar.
“Lo dejó todo listo. El paquete armado. Como quien acomoda la casa antes de entregar las llaves”, dice otro. La frase aparece en más de una conversación. Y no es casual. Porque a diferencia de tantos líderes que se van dejando incendios encubiertos, Francisco parece haber trabajado su retiro con precisión quirúrgica. Como si supiera que la historia no se mide por gestos espectaculares, sino por lo que perdura sin su presencia.
“El tipo no pensó ‘después de mí, el diluvio’ -bromea alguien citando a Luis... ¿quince, dieciséis?-, pensó en que el barco siguiera navegando”. La frase, en tono de broma, esconde una certeza: Francisco construyó legado. Y ese legado se nota, incluso en la figura de su sucesor.
León XIV, de familia peruana y con formación en Boston y Roma, representa una continuidad que no es copia. Fue elegido cardenal por Francisco, sí, pero ahora es Pontífice por mérito propio. Su elección marca un giro geográfico sin abandonar del todo la brújula moral del Papa saliente. La Iglesia se expande, pero sobre la plataforma que dejó tendida Bergoglio.
Para los argentinos, es un trago agridulce. Hay respeto por el nuevo Papa. Incluso cierta admiración por su mirada latinoamericana en clave global. Pero también hay una orfandad que no se disimula. Porque el Papado de Francisco fue, en gran parte, un acto de pertenencia colectiva. Una identificación inédita entre un país y Roma.
En pueblos del interior, en parroquias urbanas, en universidades y hasta en redes sociales, se multiplica un sentimiento que combina afecto, desarraigo y orgullo. “Es raro -dice una catequista en Salta-. Nos acostumbramos a que el Papa nos entienda sin traductor”. Y ahora, aunque León XIV hable un español perfecto, el vínculo emocional ya no es el mismo.
Tal vez por eso duelen tanto los pequeños detalles: ya no hay guiños al mate en los discursos, ni referencias a San Lorenzo. Pero sí queda una impronta. Una manera de ejercer el poder desde la humildad, de escuchar a los márgenes, de asumir lo popular sin temor. Y eso, se reconoce, es francisquismo en estado puro.
El futuro de la Iglesia está en manos de un Papa que combina Harvard y Ayacucho. Que fue formado en el Vaticano de Francisco, pero tiene impronta propia. Habrá que ver si León XIV profundiza esa línea o la modula. Lo cierto es que no parte de cero: parte desde la base que le dejó su predecesor.
Y los argentinos, aunque ya no tengan un Papa en Roma, sí tienen un lugar en la historia. Una historia que les permitió, por una década larga, mirar al Vaticano y decir: ése es uno de los nuestros. Hoy, viudos sí. Pero con herencia.