
A los 89 años, José “Pepe” Mujica atraviesa la etapa final de su vida con la serenidad de quien nunca traicionó sus convicciones. Aquel hombre que se convirtió en símbolo mundial por su austeridad y su coherencia enfrenta hoy el avance terminal del cáncer que él mismo anunció en enero: “Me estoy muriendo, y el guerrero tiene derecho a su descanso”.
La noticia sobre el agravamiento de su estado fue confirmada esta semana por su compañera de toda la vida, la exvicepresidenta Lucía Topolansky, quien declaró a la radio Sarandí: “El cáncer está en fase terminal y estamos haciendo lo posible para que viva este momento de la mejor manera posible”.
Mujica ya había tomado la decisión de no continuar con tratamientos: “A esta altura de mi vida no me voy a amargar la existencia. No me voy a pelear con la parca”, dijo con esa mezcla de franqueza, sencillez y poesía que lo caracterizó hasta en los temas más difíciles. Como en cada etapa de su vida, eligió hablar de la muerte sin rodeos, pero con humanidad.
Su salud deteriorada lo obligó a retirarse de la vida pública. El domingo pasado, en las elecciones regionales donde la izquierda retuvo Montevideo, su ausencia se hizo notar. “Él quería estar, pero su cuerpo ya no lo permite”, explicó Topolansky. La médica le recomendó no asistir, incluso en automóvil. En su lugar, el presidente Yamandú Orsi —discípulo político y afectivo— pidió respeto por su intimidad: “No hay que enloquecerlo, hay que dejarlo tranquilo. Todos debemos aportar a que en todas nuestras etapas de la vida, la dignidad sea la clave”.
Nacido en 1935 en una familia trabajadora de Montevideo, Mujica fue vendedor de flores antes de convertirse en militante del Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros. En los años 60 y 70 participó de la lucha armada contra gobiernos autoritarios. Fue baleado en combate, arrestado en cuatro ocasiones y pasó 13 años en prisión, varios de ellos incomunicado y en condiciones infrahumanas.
“En el calabozo aprendí que el peor castigo es no tener nada que hacer”, recordaba. También contaba, con una sonrisa triste, que aprendió a hablar con las ranas. “Se puede vivir con lo mínimo, incluso sin casi nada. Pero no sin sentido”.
Con el regreso de la democracia, eligió transformar esa experiencia en acción política. Fue electo diputado, senador y luego ministro de Ganadería. En 2010, se convirtió en presidente de Uruguay. Gobernó desde su chacra en Rincón del Cerro, donde vivía con su perra de tres patas, su viejo Volkswagen Fusca y la compañía de Topolansky. Allí sigue viviendo hoy.
Rechazó mudarse a la residencia oficial y donaba el 90% de su salario. “Tengo suficiente con lo que necesito. Y lo que necesito es poco. Soy rico en afectos, en amigos, en tiempo”, decía. Nunca aceptó que lo llamaran el presidente más pobre del mundo: “No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho para vivir”.
Durante su presidencia (2010–2015), Mujica impulsó reformas progresistas de alcance histórico: la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y la regulación estatal del cannabis. Su liderazgo marcó una etapa de vanguardia regional. Pero fue su modo de estar en el mundo —pausado, campechano, sin poses— lo que lo convirtió en una figura entrañable y admirada más allá de fronteras e ideologías.
En 2013, su discurso ante la ONU sacudió a la comunidad internacional: “Venimos al mundo para intentar ser felices. La vida se nos va yendo, y el consumo nos está comiendo”. Esa intervención, como tantas otras, lo convirtió en un ícono del pensamiento anticonsumista y humanista en todo el mundo.
En tiempos de cinismo y desconfianza hacia la política, Mujica demostró que se podía gobernar con decencia y sin enriquecerse. Su ejemplo ético todavía inspira a generaciones enteras, desde jóvenes militantes hasta dirigentes como Orsi, hoy presidente de Uruguay.
No fue un político perfecto, ni quiso serlo. Fue, quizás, algo más valioso: un hombre que intentó vivir con coherencia. En palabras suyas: “No le tengo miedo a la muerte. Le tengo miedo a no haber vivido lo suficiente para seguir peleando por un mundo un poco mejor”.
Hoy, Uruguay lo acompaña en silencio. No hay homenajes oficiales ni discursos grandilocuentes. Hay mate, hay respeto y hay memoria. Mujica no necesita monumentos. Su vida ya es una lección.