
En un giro que habría parecido impensado durante los años más tensos del Brexit, el Reino Unido y la Unión Europea han acordado profundizar su cooperación en materia de seguridad y defensa, en una cumbre que marca el mayor acercamiento bilateral desde la salida británica del bloque. La necesidad compartida de hacer frente a un mundo más hostil —con una Rusia agresiva, una OTAN tensionada y un Estados Unidos imprevisible bajo la segunda presidencia de Donald Trump— ha forzado a ambas partes a poner el pragmatismo por encima del orgullo. Londres y Bruselas saben que solos son menos eficaces. El desafío ahora es convertir los gestos políticos en resultados tangibles, mientras el primer ministro Keir Starmer enfrenta una creciente presión interna por el aparente giro proeuropeo de su gobierno y el resurgir de la narrativa del "Brexit traicionado".
El acuerdo establece un marco inédito de cooperación que permitirá al Reino Unido acceder al fondo europeo de defensa (SAFE) y participar en futuras adquisiciones conjuntas de equipamiento militar. Esto representa un vuelco estratégico: la industria británica, excluida hasta ahora por falta de un acuerdo formal con los Veintisiete, podrá competir nuevamente por contratos clave en la arquitectura defensiva europea. Además, Londres y Bruselas acordaron la realización de “consultas estratégicas” semestrales para alinear posturas frente a amenazas en regiones críticas como Europa del Este, los Balcanes y Asia Oriental. También se discutió la posibilidad de que tropas británicas participen junto a fuerzas europeas en misiones fuera del paraguas de la OTAN, en caso de que Washington se muestre reacio a actuar.
El componente político interno del pacto no es menor. Starmer, que en su momento militó por la permanencia en la UE, ha evitado hasta ahora reabrir el debate europeo. Sin embargo, la cumbre lo obliga a posicionarse con claridad. Aunque su partido goza de mayoría absoluta, el avance del populismo euroescéptico de Nigel Farage y las divisiones dentro del laborismo lo obligan a equilibrar cuidadosamente cada paso. Para los sectores duros del Brexit, este acercamiento representa una claudicación. Para los moderados, una oportunidad de reconstruir influencia sin regresar formalmente al bloque. En ese equilibrio frágil se juega parte del capital político de Starmer en un país aún polarizado.
El acuerdo también tiene repercusiones en el tablero atlántico. Si bien Reino Unido reafirma su compromiso con la OTAN, la posibilidad de establecer estructuras operativas paralelas con la UE marca un cambio de época. Francia ha manifestado reservas, temiendo una dilución del concepto de “autonomía estratégica europea” si actores extracomunitarios acceden a los fondos y decisiones del bloque. Alemania, en cambio, ha visto con buenos ojos la reincorporación británica como un factor de estabilización en un contexto global cada vez más volátil.
Desde la perspectiva económica, el acuerdo abre nuevas puertas para el Reino Unido, pero no sin riesgos. La inclusión en SAFE y la eventual participación en proyectos industriales comunes puede generar un impulso significativo para empresas como BAE Systems y Babcock, marginadas desde 2020. Sin embargo, estos beneficios dependen de superar obstáculos como la oposición de Francia, los litigios no resueltos —incluido el contencioso con España por Gibraltar— y la necesidad de negociar condiciones bilaterales caso por caso, sin el paraguas del mercado único.
A largo plazo, esta alianza plantea una paradoja para el legado del Brexit. Aunque el Reino Unido no regresa formalmente a la UE, su reintegración funcional en áreas clave como defensa, movilidad militar y coordinación estratégica supone un retroceso simbólico respecto a la autonomía prometida. El riesgo es que el país quede atrapado en una zona gris: suficientemente fuera para no influir en las reglas del juego europeo, pero lo bastante dentro como para asumir compromisos sin representación plena. Además, una mayor integración práctica puede requerir alineamientos regulatorios y financieros que, a ojos de los brexiteers, erosionan la soberanía recuperada.
El desafío para Downing Street será transformar esta reapertura hacia Europa en una oportunidad económica sin reabrir las heridas políticas del pasado. Si Starmer consigue articular una narrativa que presente el acuerdo como un paso estratégico, necesario y beneficioso en un mundo cada vez más inestable, podría sentar las bases de un nuevo modelo de relación entre el Reino Unido y la UE: menos ideológico, más realista. De lo contrario, corre el riesgo de que este giro pragmático se convierta en una trampa política y económica que reactive viejos fantasmas y nuevas frustraciones.