21/05/2025 - Edición Nº834

Internacionales

Crisis en el corazón del poder azul

La enfermedad de Biden y el colapso demócrata: el día que el cáncer también fue institucional

21/05/2025 | El Partido Demócrata sostuvo a un candidato gravemente enfermo y ocultó la verdad al país y al mundo. Hoy, entre el desconcierto diplomático y la fractura interna, EE.UU. enfrenta una crisis moral y política que expone su talón de Aquiles: la opacidad en el poder.



El diagnóstico oculto de Joe Biden no fue solo una tragedia personal. Fue un terremoto institucional. Un presidente en funciones con cáncer con metástasis ósea, sostenido por su partido como si nada pasara, en medio de una campaña electoral, conflictos geopolíticos y una economía inestable. No se trató de un silencio piadoso. Fue un pacto de complicidad que involucró al Comité Nacional Demócrata, a su equipo de campaña, a su vicepresidenta y, en última instancia, al propio Estado norteamericano.

Mientras el mundo intentaba interpretar la creciente inconsistencia de la Casa Blanca, el Partido Demócrata tapaba el sol con la mano. Hoy, lo que queda es una bomba de tiempo: una crisis de legitimidad interna, una mancha en la política exterior estadounidense, y una pregunta insoportable para el votante progresista: ¿quién supo qué, y cuándo decidió callar?

La negación como estrategia (y como crimen político)

Durante meses, las señales estaban ahí. Biden aparecía menos. Sus intervenciones eran más breves. Los viajes, más espaciados. Pero desde el centro del poder azul se impuso una línea: blindar al presidente. Que nadie filtre. Que nadie se baje. Que nadie pregunte. Lo que debía ser una campaña de renovación democrática se transformó en una negación patológica de la realidad.

El Comité Nacional Demócrata, liderado por una cúpula que hoy enfrenta críticas desde todos los sectores del partido, evitó cualquier instancia de debate interno. Se bloquearon candidaturas alternativas, se desalentaron primarias abiertas, se insistió en la imagen de un Biden enérgico que ya no existía. Fue un acto de fe... pero no en el sentido religioso: fue un acto de fe ciega en la supervivencia electoral a cualquier precio.

Y el precio fue devastador: la vuelta de Donald Trump a la presidencia y una fractura generacional, ética y estratégica dentro del progresismo.

Una confirmación que desmorona la versión oficial

La confirmación más cruda llegó de boca de su propio entorno. Según reveló el Diario Las Américas, un exasesor médico de la administración Biden reconoció que el expresidente ya tenía cáncer mientras estaba en funciones, y que “no lo desarrolló en los últimos 100 días”. Esta afirmación no solo desmiente la narrativa de que el diagnóstico fue reciente o repentino, sino que instala la certeza de que altos funcionarios del gobierno eran plenamente conscientes del estado de salud del presidente y decidieron mantenerlo en secreto durante meses. Lo que parecía una sospecha mediática se convirtió, con esas palabras, en evidencia clínica e institucional.

Un liderazgo ausente que paralizó al mundo

La enfermedad del presidente no solo impactó puertas adentro. También fue leída en clave geopolítica. Mientras la Casa Blanca insistía en su normalidad, diplomáticos europeos y asiáticos se preguntaban quién tomaba realmente las decisiones. Las cumbres del G7 perdieron contenido. Las negociaciones climáticas se estancaron. Las relaciones con China y Rusia se tornaron más tensas y erráticas.

Beijing aumentó su agresividad en el Mar del Sur de China. Moscú jugó con su retórica nuclear. Y los aliados de la OTAN revivieron temores de una América debilitada, errática, inoperante. El cáncer de Biden, escondido bajo la alfombra de la propaganda electoral, fue también un cáncer en la proyección global de EE.UU.

Harris, Newsom y la danza sobre un campo minado

Kamala Harris intenta ahora despegarse del desastre. Pero está atrapada en una contradicción letal: si sabía, es cómplice; si no sabía, es incompetente. El aparato que debía garantizar una sucesión ordenada quedó atrapado en el mismo círculo de silencio.

Mientras tanto, nuevos nombres se disputan el futuro: Gavin Newsom, Gretchen Whitmer, Hakeem Jeffries. Todos prometen renovación. Pero la herida aún sangra: no hay plan posible sin una purga política y moral de las estructuras que eligieron callar.

Casos comparados: ¿qué democracia puede sobrevivir al secreto?

No es la primera vez que un líder oculta una enfermedad. Mitterrand, Chávez, incluso Franklin Roosevelt. Pero cada uno de esos casos dejó cicatrices institucionales profundas. Y en muchos de ellos, el secretismo fue funcional a proyectos personalistas o autoritarios. Que esto ocurra en EE.UU., que se proclama líder de la transparencia democrática, es una señal de alerta global.

Hoy, la democracia estadounidense parece haber jugado con fuego. Y perdió. La enfermedad de Biden se convirtió en una metáfora brutal de un sistema que, por protegerse, se traicionó a sí mismo.

Una oportunidad... si no es demasiado tarde

Lo que sigue es incierto. ¿Habrá investigaciones? ¿Renuncias? ¿Reformas? EE.UU. tiene ahora la oportunidad —y la obligación— de transformar esta crisis en un punto de inflexión. No se trata solo de protocolos de salud presidencial. Se trata de recuperar el sentido ético de la representación. De establecer que el poder no puede ejercerse desde la penumbra clínica.

Porque si algo dejó en claro el caso Biden es esto: en el siglo XXI, no hay democracia posible sin verdad. Y la verdad, esta vez, llegó tarde.