
La Fiscalía peruana presentó su tercera denuncia constitucional contra la presidenta Dina Boluarte y seis exministros por lesiones graves a 75 manifestantes durante las protestas de 2022‑2023. Los fiscales sostienen que, pese a las advertencias de organismos de derechos humanos, el Ejecutivo autorizó un uso excesivo de la fuerza con pleno conocimiento de sus consecuencias.
Los enfrentamientos más intensos se registraron en Arequipa, Cusco y Puno, regiones con una alta representación de comunidades indígenas que exigen reformas estructurales, mayor representación política y una nueva Constitución. Diversos organismos como la Defensoría del Pueblo y organizaciones internacionales documentaron casos de violencia estatal, incluyendo el uso de armas letales a corta distancia, lo cual vulnera normativas internacionales sobre control de multitudes.
El conflicto social afectó de manera directa al corredor minero del sur, estratégico para la economía nacional. La Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía (SNMPE) señaló que estas interrupciones pusieron en riesgo cerca del 30 % de la producción de cobre, generando pérdidas superiores a los US$ 80 millones mensuales, según cálculos divulgados por medios locales como Infobae.
Además, el bloqueo de vías estratégicas generó pérdidas diarias millonarias en logística y transporte interprovincial. Considerando que la minería representa más del 60 % de las exportaciones y cerca del 10-12 % del PBI nacional, las repercusiones afectan la estabilidad fiscal, las reservas y el tipo de cambio, justo cuando el país intenta consolidar su recuperación tras la pandemia.
Desde 2018, Perú ha atravesado una notable inestabilidad institucional, con seis presidentes consecutivos: Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti, Pedro Castillo y la actual mandataria Dina Boluarte. Esta sucesión ha erosionado la confianza ciudadana y debilitado el margen de gobernabilidad.
El Congreso, altamente fragmentado, debate alternativas que van desde una suspensión temporal hasta una vacancia definitiva. La desaprobación de Boluarte ha alcanzado niveles históricos, situándose en apenas 2 % según una encuesta reciente de Ipsos Perú. Desde el fujimorismo hasta la izquierda radical, diversos bloques han coincidido en la necesidad de una salida institucional, aunque difieren en el mecanismo.
Amnistía Internacional ha condenado en reiteradas ocasiones el uso de fuerza letal en manifestaciones civiles y ha exigido al Estado peruano transparencia en las investigaciones. Asimismo, la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos solicitó una observación independiente sobre posibles violaciones sistemáticas, incluidas ejecuciones extrajudiciales.
La crisis también ha tenido impacto diplomático: la Alianza del Pacífico postergó una cumbre clave para junio de 2025, inicialmente programada para firmar acuerdos comerciales con México y Colombia. El riesgo país ha subido levemente y las agencias calificadoras monitorean el desarrollo del conflicto.
La denuncia a Dina Boluarte marca un momento crítico para el sistema democrático peruano. Más allá del desenlace judicial, el episodio refleja la tensión entre el poder central y una ciudadanía históricamente excluida. La restauración de la legitimidad institucional requerirá procesos de diálogo sostenido, con participación activa de mediadores confiables como la Defensoría del Pueblo, la Iglesia Católica y organismos internacionales.
El desafío es múltiple: gestionar una salida democrática, evitar una crisis económica más profunda y prevenir que la polarización derive en nuevas explosiones sociales. Si el sistema político no responde con rapidez y sensibilidad, el país podría volver a entrar en un ciclo de protestas, represión y desgobierno.