
El gobierno de Javier Milei se dice abanderado de la libertad global. Denuncia autoritarismos, acusa regímenes “socialistas” y se presenta como guardián de un nuevo orden liberal en el escenario internacional. Pero cuando se trata de condenar una dictadura concreta, brutal y documentada, el discurso se esfuma. Y peor aún: se transforma en un respaldo tácito, vergonzante y sin explicaciones.
Eso fue exactamente lo que ocurrió con el caso de Annobón, una pequeña isla en Guinea Ecuatorial donde el régimen de Teodoro Obiang Nguema, en el poder desde 1979, mantiene una política sistemática de represión, censura y aislamiento. El primer ministro de esa isla, Orlando Cartagena Lagar, llegó a Argentina en busca de visibilidad internacional. Su denuncia fue clara: violaciones a los derechos humanos, persecución a líderes comunitarios y marginación total de un pueblo empobrecido.
La respuesta oficial fue el silencio.
Ni Gerardo Werthein, canciller de Javier Milei, ni el Ministerio de Relaciones Exteriores se dignaron a recibirlo. No hubo una nota formal, ni una mención pública, ni un simple gesto diplomático que reconociera su presencia o su causa. Werthein -empresario devenido canciller, sin carrera diplomática ni experiencia en gestión exterior- prefirió mirar hacia otro lado. El modelo de política exterior que promueve prioriza relaciones corporativas, intereses energéticos y discursos ideológicos funcionales a la narrativa del presidente. Los derechos humanos quedan fuera del radar.
Pero el silencio no fue lo único grave. Lo peor vendría después.
Días más tarde, el medio oficialista InfoAnnobon publicó una nota en la que informaba que el embajador argentino en Etiopía y la Unión Africana, Juan Ignacio Roccatagliata, había declarado que la Argentina “no reconoce la ideología activista de Ambo Legadu”, el movimiento independentista que denuncia los abusos en Annobón.
¿Fue esa realmente la posición de Argentina? ¿Actuó Roccatagliata por cuenta propia? ¿O transmitió una línea directa de su gobierno?
La visita del Embajador #Juan Ignacio #Roccatagliata, es el testimonio del firme compromiso de la República Argentina de seguir fortaleciendo las excelentes relaciones de amistad con Guinea Ecuatorial, como dos países hispanohablantes y del Sur global. pic.twitter.com/W9bsz1YGU2
— Embajada Guinea Ecuatorial en Etiopía (@guinea_en50642) May 15, 2025
La gravedad del hecho no está solo en las palabras, sino en lo que no ocurrió después: ninguna autoridad argentina desmintió ni aclaró nada. La Cancillería no emitió comunicado. Roccatagliata no explicó sus dichos. Werthein no salió a corregir. Y el presidente Milei -siempre activo en redes sociales- no dedicó ni una línea al tema.
Ese silencio institucional, en clave diplomática, equivale a una convalidación.
Guinea Ecuatorial es uno de los países con mayores reservas de petróleo en África. Pero también es uno de los más corruptos, desiguales y autoritarios. Teodoro Obiang, el dictador más longevo del mundo, concentra el poder desde hace más de cuatro décadas, ha sido denunciado reiteradamente por organismos internacionales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU. Su hijo, Vicepresidente de Guinea Ecuatorial, Teodorín Nguema Obiang acumula propiedades y autos de lujo mientras la población carece de agua potable, salud o educación.
En ese contexto, Annobón representa el último eslabón del olvido. No solo vive aislada del continente, sino que su incipiente identidad política ha sido reprimida con violencia. El respaldo -aunque silencioso- de un país como Argentina al régimen ecuatoguineano no es un detalle: es una afrenta.
Lo ocurrido con Roccatagliata y Werthein no es un episodio aislado. Responde a una lógica: la de una política exterior sin brújula ética, en la que los valores declamados se subordinan a conveniencias políticas, ideológicas o económicas. Argentina, que se ha forjado un prestigio internacional por su defensa de los derechos humanos desde el retorno de la democracia, hoy avala regímenes represivos por omisión.
El caso Annobón es el espejo perfecto de esa doble vara. Mientras Milei insulta a líderes progresistas en América Latina, calla frente a un dictador africano con petróleo. Mientras critica al “socialismo del siglo XXI”, acepta sin chistar las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en un país con represión hereditaria. El discurso libertario se convierte en cinismo diplomático.
La gestión del canciller Werthein es también parte del problema. Su perfil empresario, su falta de carrera diplomática y su apego a las redes de influencia corporativa lo han alejado del paradigma de cancilleres con oficio. Su prioridad no parece ser la defensa de los intereses estratégicos de la Argentina ni la coherencia de su política exterior, sino mantener buenas relaciones con actores económicos relevantes. Y Guinea Ecuatorial, con sus recursos energéticos, entra cómodamente en esa ecuación.
Su inacción ante un acto tan grave como el respaldo de su embajador a una dictadura africana revela algo más que negligencia: demuestra una política exterior guiada por el pragmatismo extremo y la indiferencia.
En ese tablero, Juan Ignacio Roccatagliata se mueve como un operador sin control. Ya había sido cuestionado por su falta de profesionalismo en otros destinos y ahora protagoniza uno de los gestos más graves de la diplomacia argentina reciente: legitimar, con sus propias palabras, el aparato represivo de Obiang. Y lo hace desde un cargo que lo obliga a representar al Estado argentino, no a sus simpatías personales ni a su agenda particular.
Que ningún superior lo haya desautorizado solo agrava su responsabilidad.
El caso Annobón desnuda la hipocresía de un gobierno que predica la libertad pero avala el autoritarismo cuando le conviene. Milei, Werthein y Roccatagliata no solo ignoraron el reclamo de un pueblo reprimido, sino que se alinearon -activa o pasivamente- con una de las dictaduras más cruentas del planeta.
Esto no es pragmatismo. No es realpolitik. Es una traición a los principios más básicos del derecho internacional y de la ética republicana.
La política exterior no puede construirse sobre slogans vacíos, afinidades ideológicas selectivas ni negocios encubiertos. La Argentina tiene una historia que la obliga a alzar la voz cuando otros callan. Esta vez, eligió callar. Y el silencio, en contextos de injusticia, siempre favorece al opresor.