
Un cruce diplomático que sorprendió al mundo. Un una escena que dejó atónitos a diplomáticos y asesores, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recibió en la Casa Blanca a su par sudafricano Cyril Ramaphosa con una carpeta repleta de videos, titulares y recortes de prensa que, según él, evidenciaban una supuesta “limpieza étnica” contra granjeros blancos en Sudáfrica.
Lejos de un protocolo habitual de bienvenida, Trump usó buena parte del encuentro para acusar directamente a Ramaphosa de permitir una persecución sistemática contra la minoría blanca en zonas rurales, utilizando términos como “genocidio” y “discriminación inversa”, muy difundidos entre sectores de extrema derecha.
“Esto es un genocidio. ¿Cómo lo permite su gobierno?”, habría cuestionado Trump, según fuentes con conocimiento del diálogo.
Desde hace más de una década, algunos sectores conservadores han promovido la idea de que los granjeros blancos en Sudáfrica son víctimas de una campaña organizada de asesinatos. Esta narrativa, carente de respaldo empírico, ha sido desmentida por organismos como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y el Instituto de Estudios de Seguridad con sede en Pretoria.
Los datos muestran que la violencia rural en Sudáfrica afecta a personas de todas las razas y se explica por una combinación de factores: crimen organizado, disputas por tierras y desigualdades estructurales heredadas del apartheid.
Ramaphosa mantuvo la compostura frente a lo que fuentes cercanas calificaron como una "emboscada diplomática". Aclaró que Sudáfrica es un estado democrático que persigue el crimen sin distinción de origen étnico, y rechazó las acusaciones como una distorsión impulsada por voces extremistas fuera del país.
También se desmarcó del político opositor Julius Malema, líder de los Economic Freedom Fighters (EFF), conocido por declaraciones incendiarias sobre la redistribución de tierras. “Malema no forma parte del gobierno y sus palabras no representan nuestra política oficial”, señaló el mandatario sudafricano.
Trump, en su segundo mandato, ha reforzado el uso de temas culturales y raciales como ejes de su política exterior. En este caso, su acusación se alinea con teorías conspirativas difundidas en redes sociales y medios de ultraderecha, que buscan victimizar a poblaciones blancas en contextos de cambio social postcolonial.
Esta no es la primera vez que el mandatario estadounidense apela a estas narrativas. Ya durante su primer mandato había tuiteado sobre “el asesinato masivo de granjeros blancos” en Sudáfrica, lo que provocó rechazo internacional y protestas diplomáticas.
Impacto inmediato: Las conversaciones bilaterales sobre cooperación agrícola y seguridad quedaron suspendidas.
Reacción sudafricana: Pretoria expresó su descontento mediante canales diplomáticos y convocó a consultas a sus funcionarios en Washington.
Proyección internacional: Otros países del sur global observan con preocupación cómo EE.UU., bajo el liderazgo de Trump, legitima discursos desinformados en foros oficiales.
“No puede construirse una alianza estratégica sobre falsedades promovidas por extremistas”, afirmó Ramaphosa al salir del encuentro.
El episodio en la Casa Blanca no es solo una anécdota incómoda entre líderes. Refleja cómo una narrativa desinformada —sin base estadística ni legal— puede llegar a determinar la agenda de una superpotencia. La normalización de discursos extremos desde las más altas esferas pone en riesgo no solo relaciones bilaterales, sino el marco de respeto básico que sostiene la diplomacia global.
Sudáfrica enfrentó una acusación grave sin pruebas. Y aunque respondió con dignidad institucional, la señal que queda es preocupante: en tiempos de reelección trumpista, los hechos parecen importar menos que el relato.