
En pleno 25 de mayo y en el año en que se cumplen 200 años de relaciones diplomáticas entre el Reino Unido y la Argentina, el Rey Carlos III decidió enviar un mensaje formal al presidente Javier Milei. En la misiva, el monarca saluda afectuosamente al pueblo argentino y recuerda con tono conciliador que “el Reino Unido tuvo el orgullo de ser una de las primeras naciones en reconocer la independencia argentina en 1825”. Palabras elegantes, sin menciones incómodas, propias de la diplomacia real.
Pero detrás de esa cortesía hereditaria, se esconde una relación ambigua, marcada por el respeto mutuo entre casas reales y el choque persistente entre gobiernos. Porque si algo caracterizó el vínculo anglo-argentino en estas dos centurias, fue la tensión política que convivió con una admiración cultural, comercial y hasta monárquica.
Desde el siglo XIX, la influencia británica fue clave en la infraestructura argentina, desde los ferrocarriles hasta los bancos. Londres tenía más inversiones en Buenos Aires que en muchas de sus colonias africanas. Y aunque nunca hubo monarquía en el Río de la Plata, la realeza británica siempre fue tratada con deferencia por los sectores de poder argentinos. Incluso durante la guerra de Malvinas, el odio no fue con la Reina Isabel, sino con el gobierno de Margaret Thatcher.
Una figura que, paradójicamente, es admirada por Javier Milei, quien no duda en reivindicar a la ex primera ministra que ordenó el hundimiento del ARA General Belgrano, episodio que costó la vida de 323 argentinos. "Fue una gran líder", declaró sin tapujos. La contradicción no es menor: mientras el presidente liberal-libertario intenta seducir a las potencias occidentales, elogia a quien representa uno de los mayores traumas nacionales.
La carta de Carlos III -cargada de cortesía, pero sin referencias a las Islas Malvinas- deja en evidencia el juego doble de las diplomacias. La corona tiende la mano con elegancia, mientras el número 10 de Downing Street (sede del gobierno británico) mantiene una política dura respecto al reclamo de soberanía argentina.
La historia también recuerda que la guerra de 1982 no rompió los vínculos con la monarquía, que incluso fue objeto de gestos casi reverenciales por parte de gobiernos democráticos posteriores. Las visitas de Príncipes a Buenos Aires o las muestras de pesar oficiales cuando murió Isabel II son prueba de esa línea. Sin embargo, la relación con los primeros ministros británicos fue mucho más ríspida, del tory Thatcher al laborista Blair, y hoy con Keir Starmer, que ha respaldado la militarización de las islas.
El bicentenario encuentra a ambos países más cercanos en lo económico que en lo político. Los fondos de inversión británicos tienen presencia en Vaca Muerta y en el sistema financiero, pero Malvinas sigue siendo una causa nacional irresuelta. Y cada gesto, por más protocolar que parezca, tiene resonancia histórica.
Por eso, el mensaje de Carlos III es tan amable como provocador. Porque la historia no olvida. Y porque mientras un Rey habla de “mutuo respeto”, un Presidente idolatra a quien encarnó la peor ruptura. El resultado es una relación que celebra aniversarios, pero que sigue arrastrando silencios incómodos.
“Mi esposa y yo tenemos el agrado de extender nuestras más sinceras felicitaciones a Ud. y al pueblo de la Argentina en la auspiciosa ocasión de su Día Nacional y en este especial año del bicentenario de relaciones diplomáticas”.
Con esas palabras, el Rey Carlos III saludó a Javier Milei en una carta enviada el 25 de mayo, en el marco de los 200 años del reconocimiento británico a la independencia argentina. En el texto, el monarca celebró el "mutuo respeto y espíritu de cooperación" entre ambos países. Pero el mensaje, elegante y simbólico, choca frontalmente con la línea política del actual gobierno británico, que en los últimos meses reforzó su postura intransigente sobre la soberanía de las Islas Malvinas.
La primera gran señal vino en octubre de 2024, cuando el flamante primer ministro laborista, Keir Starmer, fue directo y sin ambigüedades:
“Las Malvinas son británicas y seguirán siéndolo”.
Una frase clara que sepulta cualquier posibilidad de negociación en el corto plazo y marca continuidad con la política histórica del Reino Unido, más allá de los cambios de signo político en Downing Street.
Pero el gesto más provocador llegó poco después, cuando se anunció que el nuevo embajador británico en Argentina sería David Cairns. El diplomático, que asumirá en los próximos meses, fue noticia antes de aterrizar: tras su designación, se filtró que mantuvo reuniones en Londres con autoridades del gobierno kelper, en un gesto que desafía abiertamente la posición argentina y ratifica la estrategia británica de tratar directamente con los isleños, ignorando la disputa de soberanía.
Ese es el trasfondo de la cordial carta enviada por Carlos III. Aunque simbólicamente relevante -más aún en un momento de aislamiento internacional de la Argentina-, la misiva real funciona como una cobertura elegante de un vínculo profundamente asimétrico y tensado por los hechos concretos. La monarquía saluda, pero el poder real lo ejerce el gobierno, y ese gobierno endurece su postura con actos directos.
La paradoja es brutal: mientras el Rey británico evoca el bicentenario con palabras de hermandad, el gobierno británico avanza con hechos concretos que afirman la ocupación, y Milei elogia a la figura más hostil del conflicto bélico.
No es la primera vez que se produce esta dualidad. La relación anglo-argentina ha estado históricamente marcada por el contraste entre la diplomacia real -amable, culturalmente cercana- y las decisiones duras de Westminster. Ni siquiera la guerra de 1982 rompió del todo el vínculo con la corona. Pero lo que ocurre hoy es distinto: mientras se celebran 200 años de relaciones, el Reino Unido reafirma el statu quo colonial en el Atlántico Sur, y Argentina, lejos de confrontar, responde con guiños ideológicos a sus adversarios históricos.
En tiempos donde la geopolítica se recalienta, la sobriedad del Rey suena casi anacrónica. El nuevo embajador que llega tras reunirse con los kelpers es una señal clara. Y el primer ministro Starmer, con su frase sobre Malvinas, terminó de disipar cualquier ilusión.
En este marco, la carta de Carlos III suena más a una pieza de relaciones públicas que a una verdadera señal de acercamiento. Porque si bien la monarquía británica ha sabido mantener un tono respetuoso incluso en momentos críticos -como durante la guerra de 1982 o tras la muerte de Isabel II-, las decisiones reales no gobiernan el Reino Unido. Y es en Downing Street donde se define el rumbo.
Mientras tanto, Londres continúa con su política de militarización de las islas y bloquea toda discusión en foros multilaterales. Argentina, debilitada diplomáticamente, apenas logra instalar el tema en la agenda internacional. En ese contexto, la carta del monarca puede leerse como lo que es: una postal educada de un imperio que no piensa retroceder.
En conclusión, dos siglos después del reconocimiento británico a la independencia argentina, los festejos están atravesados por las contradicciones. La diplomacia de reyes sonríe, pero la política de primeros ministros impone límites claros. La corona abraza, el gobierno empuja. Y Milei, entre elogios a Thatcher y gestos de apertura, termina atrapado en su propio juego de ambigüedades. Y es claro que, la diplomacia británica sigue siendo experta en hablar con guantes blancos mientras actúa con puño de hierro. La Argentina, con un presidente que admira a Thatcher y un gobierno sin estrategia internacional clara, parece resignada a aplaudir cartas mientras Londres marca territorio.