
¿Para qué sirve hoy una embajada argentina?. ¿Qué función cumplen hoy las embajadas argentinas en el exterior? ¿Representan intereses concretos del país? ¿Generan acuerdos, inversiones o comercio? ¿O se han convertido en espacios de privilegio sostenidos por un Estado que pide ajuste a su pueblo mientras mantiene una diplomacia de ostentación? ¿Tiene sentido que mientras se cierran oficinas públicas en el país, los diplomáticos brinden con vino premium en residencias de millones de dólares, rodeados de embajadas que funcionan como salones de eventos de lujo?
¿Es realmente necesario tanto gasto en diplomacia? ¿Dónde se rinden las cuentas de lo que cuesta abrir embajadas que muchas veces son apenas fachadas vacías, oficinas sin actividad concreta ni control público? El pueblo argentino, que escucha a diario hablar de la motosierra, el ajuste y la austeridad, jamás accede a una rendición clara sobre lo que se invierte en estos destinos. ¿Por qué no se transparenta ese presupuesto? ¿Por qué se sigue expandiendo una red diplomática que, en algunos casos, funciona más como plataforma de turismo pago para funcionarios que como un verdadero brazo de representación nacional? Tal vez, antes de inaugurar embajadas de cartón, sería hora de recortar privilegios, auditar funciones reales y permitir que quienes ocupan esos cargos trabajen con lo que hay, en vez de vivir en un simulacro diplomático sostenido por todos.
Las preguntas se acumulan. Y las respuestas duelen.
Desde París hasta Viena, pasando por Londres, Roma, Estocolmo o Yakarta, las embajadas argentinas han desplegado este 2024 y 2025 una secuencia de eventos y recepciones con un nivel de gasto difícil de justificar. En el Palacio Hofburg de Viena, se organizó un encuentro con tango y etiquetas premium como Luigi Bosca. En Indonesia, el Grand Hyatt albergó la fiesta patria. En Estocolmo, se sirvieron vinos que pocos argentinos pueden comprar siquiera en cuotas. Todo mientras en el país el 50% de la población es pobre y los hospitales no tienen insumos básicos.
La residencia de la embajada argentina en París está en la Avenue Foch, una de las más caras del planeta. En Roma, se mantiene una propiedad histórica. Y en Washington, se invierte más en jardinería que lo que cuesta mantener una escuela pública en el conurbano bonaerense. ¿Qué impacto concreto tiene esa “presencia”? ¿Qué reportes de resultados justifican estos gastos? La Cancillería no ofrece respuestas claras. Porque probablemente no las haya.
El caso más descarnado es el de la embajada en Azerbaiyán. Allí, en Bakú, la embajadora argentina Mariángeles Bellusci vive junto a su familia en una residencia opulenta frente al Mar Caspio, con autos último modelo y todos los gastos pagos. Tanto ella como su esposo perciben sueldos en dólares, a cargo del Estado argentino. ¿El contexto? Un país en el que, literalmente, no hay más de cinco personas que hablen castellano. Una de ellas, la traductora oficial, es usada no solo por Argentina, sino por otras embajadas latinoamericanas que no pueden pagar ese servicio.
A esta situación se suma una postal tragicómica: la misma embajadora comenta a sus invitados argentinos en tono “macanudo”, cómo recorre mercados de falsificaciones en Bakú, comprando réplicas de marcas de lujo, con la tranquilidad de quien sabe que su sueldo en dólares es para “darse gustos”, porque todo lo demás lo tiene cubierto. La escena resume, sin quererlo, la desconexión total entre el discurso de austeridad del gobierno y el estilo de vida diplomático que permanece intocado. Igualmente, parece que el buen gusto no viene incluido, ya que sus atuendos son mas dignos para una feria que para representar al país, como sus modales y soberbia al manejarse.
La opulenta vista de la residencia Argentina en Bakú, con vista al Caspio.
📎 Una embajada, dos sueldos y vista al Caspio: la austeridad que no llegó a Azerbaiyán
La diplomacia, en teoría, debería ser una herramienta de desarrollo económico, inserción estratégica y promoción de la cultura nacional. Pero en la práctica, la diplomacia argentina ha sido capturada por una lógica corporativa: funcionarios que viven con privilegios, sin control público ni auditorías de impacto, y con un discurso que muchas veces se reduce a gestos vacíos y eventos que solo sirven para alimentar sus redes personales.
¿Dónde están los informes de resultados? ¿Qué relaciones bilaterales mejoraron? ¿Cuántas inversiones llegaron gracias a estos eventos? ¿Qué productos argentinos aumentaron su exportación en estos mercados? Las respuestas, si existen, no son públicas. Porque todo parece montado como una vidriera sin fondo: luces, copas, fotos… pero detrás, nada.
Paradójicamente, todo esto ocurre bajo el gobierno de Javier Milei, que se jacta de “recortar privilegios”, dinamitar estructuras estatales y enfrentar a la “casta”. Pero la diplomacia no solo se mantiene, sino que se embellece. Las embajadas son los últimos bastiones de una aristocracia burocrática que vive en el exterior, con sueldos privilegiados, viáticos, seguridad, y sin ninguna de las urgencias que azotan al pueblo que les paga sus lujos.
En Argentina no hay dólares para medicamentos oncológicos, pero sí para recepciones con jamón crudo en embajadas de Europa. No hay plata para abrir nuevas universidades, pero sí para mantener casas millonarias en barrios de élite global. No hay recursos para garantizar la comida en las cárceles, pero sí para brindar en Viena con caviar. No se trata solo de números: se trata de prioridades.
Las embajadas deberían representar al país. Y si el país está en emergencia, las embajadas también deberían dar el ejemplo. Mostrar otra cara de la Argentina: la de la dignidad, la sobriedad, el trabajo serio y diplomático. Pero lo que muestran hoy es una postal decadente: la de una casta global desconectada que representa más sus privilegios que a su pueblo.
¿Es realmente necesario tanto gasto en diplomacia? ¿Dónde se rinden las cuentas de lo que cuesta abrir embajadas que muchas veces son apenas fachadas vacías, pantallas sin actividad concreta ni control ciudadano? El pueblo argentino, que escucha a diario hablar de motosierra, ajuste y austeridad, jamás accede a una rendición clara sobre lo que se invierte en estos destinos. Mientras tanto, el canciller Gerardo Werthein recorre el mundo en aviones privados, con agendas discretas y poco transparentes. ¿Con qué autoridad puede exigir eficiencia o recortar gastos si no predica con el ejemplo? ¿Cómo se puede hablar de control si el propio ministro pasa más tiempo en el aire que en el escritorio? Tal vez, antes de inaugurar embajadas que funcionan más como plataformas de turismo oficial que como brazos reales de la diplomacia, sería hora de auditar funciones, ajustar en serio donde nadie quiere ajustar y poner a trabajar a los embajadores con lo que hay, no con lo que se aparenta.
Lejos de alinearse con la política exterior del gobierno actual, muchos diplomáticos argentinos exhiben un desprecio abierto —aunque solapado— por las directrices de Javier Milei. La tensión quedó expuesta en la última Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP), cuando la embajadora argentina en Azerbaiyán asistió al evento pese a que el Presidente y la Cancillería habían decidido no participar oficialmente. No solo se presentó en abierta desobediencia, sino que llevó una comitiva financiada con fondos públicos, que luego fue forzada a abandonar el país de forma silenciosa y escandalosa. El episodio fue una muestra clara de cómo parte del cuerpo diplomático opera como un enclave autónomo, más atento a las formas del viejo multilateralismo que a la voluntad de un gobierno que —al menos en el discurso— se propone recortar excesos y romper con una diplomacia de moqueta y canapé.
¿Queremos una diplomacia que construya o una que brinde? ¿Una que escuche al país real o que lo ignore desde terrazas en Estocolmo? La representación internacional no debería ser una vidriera vacía. Y si lo es, entonces es hora de replantearla desde la raíz.