
La Doctrina Monroe, formulada en 1823 como una advertencia a las potencias europeas para que no intervinieran en América Latina, ha sido históricamente utilizada como fundamento de la política exterior de Estados Unidos. Aunque presentada inicialmente como un gesto de protección hacia las nuevas repúblicas americanas, rápidamente derivó en una justificación para la injerencia en la región.
Durante más de un siglo, Washington se amparó en esta doctrina para intervenir política, económica y militarmente en el continente. Desde el Corolario Roosevelt en 1904 hasta las operaciones encubiertas de la Guerra Fría, la idea de que América era territorio exclusivo de influencia estadounidense se mantuvo vigente.
Con la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025, el espíritu de la Doctrina Monroe resurge en un contexto global marcado por la competencia con China. Pete Hegseth, secretario de Defensa del nuevo gabinete, lo dejó claro: Estados Unidos no permitirá que potencias extranjeras, en especial China, sigan expandiendo su presencia en América Latina.
El epicentro de este renovado interés es el Canal de Panamá. Las declaraciones de Hegseth y otros altos funcionarios muestran preocupación por el rol que empresas chinas han ganado en infraestructura clave de la región, lo que Washington interpreta como una amenaza directa a su hegemonía histórica.
El gobierno panameño ha sido contundente: el canal es soberano y no será objeto de ninguna cesión ni control foráneo. Sin embargo, el discurso estadounidense tensa los vínculos bilaterales y reabre heridas históricas, como la separación forzada de Panamá de Colombia en 1903, en la que Estados Unidos jugó un papel decisivo.
Frente al tono cada vez más agresivo de la administración Trump, varios países latinoamericanos han elevado su voz en defensa de una política exterior autónoma, sin imposiciones externas. La historia parece repetirse, pero con actores diferentes.
La ofensiva estadounidense tiene un blanco claro: la influencia creciente de China. A través de préstamos, inversiones y acuerdos comerciales, Pekín ha ganado un espacio sin precedentes en América Latina.
Estados Unidos, más que proteger la democracia o el desarrollo regional, parece preocupado por mantener su primacía geopolítica. Y en ese juego, cualquier avance chino es visto como una provocación que debe ser respondida.
Lo que está en juego no es solo la presencia china o el control del canal, sino la posibilidad de América Latina de definir su propio destino. El retorno de la retórica monroísta desde Washington podría provocar más distanciamiento que acercamiento, y terminar acelerando el giro hacia otras alianzas internacionales.
Trump cree que América aún es suya. Pero en 2025, América Latina ya no es la misma. Reivindicar su autonomía no es un gesto de rebeldía: es un acto de madurez política.