
Perú ha consolidado su supremacía como principal exportador mundial de arándanos, proyectando 400.000 toneladas para 2025. Este liderazgo, fruto de inversión tecnológica y clima privilegiado, está generando efectos colaterales preocupantes. Productores más pequeños, como los de Sudáfrica, Marruecos o incluso Argentina, ven cómo sus cuotas de mercado se reducen ante la avalancha peruana.
Mientras Sudáfrica apenas logra exportar una fracción de ese volumen, los precios internacionales se ajustan según las curvas de oferta que impone Perú. El sistema favorece al jugador dominante y empuja a los demás a una carrera desigual donde la competitividad se mide en toneladas, no en calidad ni sustentabilidad. Esta situación plantea interrogantes sobre la equidad del comercio global de frutas.
El caso de los arándanos revela también la fragilidad de los mercados regionales. Un cambio de política arancelaria en Estados Unidos podría desencadenar una reorientación de exportaciones peruanas hacia Europa, saturando aún más ese mercado y desplazando a competidores como Chile o Sudáfrica.
Esto no sólo genera incertidumbre económica, sino que subraya la falta de regulación multilateral frente a estas asimetrías. Los países con menor poder logístico o capacidad de inversión quedan atrapados entre la presión de bajar costos y la imposibilidad de competir en igualdad de condiciones.
El crecimiento peruano no es en sí mismo un problema. Representa una historia de eficiencia y apuesta agroexportadora. Pero sin mecanismos de protección, los países productores más vulnerables podrían quedar marginados del mercado global. Y en esa exclusión también se pierde diversidad, empleo rural y equilibrio comercial.
El desafío no es frenar a Perú, sino encontrar formas de que la globalización frutícola no sea un juego de "el que gana se lleva todo". Diversificar mercados, invertir en diferenciación y exigir reglas más equitativas podría ser el camino para una competencia más justa.