
Nayib Bukele lo dijo sin rodeos: "Me tiene sin cuidado que me llamen dictador". En una entrevista reciente con medios internacionales, el presidente salvadoreño reafirmó su estilo de gobierno, que muchos califican de autoritario, pero que él presenta como una respuesta necesaria y eficaz ante la violencia que por décadas azotó al país. Para Bukele, garantizar la vida y la tranquilidad de los salvadoreños justifica medidas extraordinarias.
Lejos de ser una provocación, estas palabras resumen su lógica de gobierno: priorizar resultados concretos por encima de formas institucionales tradicionales que, a su juicio, fracasaron en proteger a la población. Bajo el régimen de excepción, instaurado en 2022, se ha encarcelado a más de 85.000 personas por presunta vinculación con pandillas. Aunque existen denuncias de excesos, el mandatario ha reiterado que su objetivo es claro: proteger a los ciudadanos honestos y recuperar el control del país.
El discurso de Bukele está en sintonía con una gran parte de la población salvadoreña. Sus índices de aprobación superan el 80%, gracias a una notable reducción de la violencia. En un país que fue durante años uno de los más peligrosos del mundo, la caída abrupta de los homicidios ha sido vista como una victoria de su gestión.
La narrativa que promueve su gobierno es directa: orden, limpieza institucional y mano dura contra el crimen. Esta estrategia ha calado hondo, especialmente en barrios antes dominados por el miedo y el control territorial de las maras. Para muchos ciudadanos, el costo de ciertas libertades parece un precio aceptable frente a la recuperación de sus espacios y rutinas cotidianas.
No obstante, su estilo ha generado serias advertencias dentro y fuera del país. Organismos internacionales, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, denuncian violaciones sistemáticas a los derechos humanos, detenciones arbitrarias, condiciones carcelarias inadecuadas y opacidad judicial. El modelo Bukele se presenta como funcional, pero erosiona pilares democráticos fundamentales.
Diversos analistas advierten que El Salvador está transitando hacia una democracia vaciada de controles y equilibrios. El debilitamiento del Poder Judicial, la sustitución de magistrados, el control sobre el legislativo y las reformas legales que limitan a las ONG pueden ser vistos como signos de una deriva autoritaria. A nivel internacional, ya se lo compara con figuras como Erdogan o Putin.
Bukele ha logrado algo que pocos mandatarios regionales consiguen: gobernar sin oposición efectiva. Su partido, Nuevas Ideas, domina ampliamente la Asamblea Legislativa, lo que le ha permitido aprobar leyes sin freno ni contrapesos institucionales. Además, su uso intensivo de redes sociales ha construido una relación directa con la ciudadanía, al margen de la prensa tradicional.
En su comunicación política, combina el lenguaje de un outsider con la eficacia de un gerente. Se presenta como un líder moderno, tecnológico y audaz, capaz de tomar decisiones rápidas y ejecutar políticas con eficiencia. Esta imagen, cuidadosamente cultivada, ha sido clave para sostener su popularidad incluso ante las crecientes críticas internacionales.
El discurso de Bukele no es un exabrupto, sino una declaración de principios. Ha construido una imagen de líder eficaz, aunque con mano dura, y su modelo se perfila como una referencia para otros gobiernos en América Latina que enfrentan crisis de seguridad prolongadas.
El dilema entre eficacia represiva y garantías democráticas vuelve al centro del debate regional. Lo que para unos es un ejemplo de orden y gobernabilidad, para otros es una advertencia sobre el precio de la paz cuando se paga con libertades. En cualquier caso, el "fenómeno Bukele" marca un cambio de época en la política latinoamericana y obliga a repensar los límites de la autoridad presidencial en contextos de violencia estructural.