
El hombre es un animal simbólico. No habita un mundo puramente físico, sino uno compuesto por lengua, mito, arte y religión. Entendemos en base a las palabras. Esto es lo que nos diferencia de otros animales. El homo sapiens ha vivido su historia así: a través de relatos orales primero, luego escritos. A finales del siglo XV, leer era privilegio de algunos pocos doctos, hasta que una innovación técnica —la imprenta de Gutenberg— produjo una revolución silenciosa: descentralizó el acceso al conocimiento y abrió la puerta a la modernidad.
Desde mediados del siglo XIX, nuevas tecnologías aceleraron el volumen, el tráfico y la velocidad de la información, pero según Giovanni Sartori, la verdadera ruptura llegó en el siglo XX con la aparición del televisor “ver de lejos”. La imagen irrumpió donde antes reinaba la palabra, alterando el eje central de nuestra experiencia simbólica.
Fernando Peirone, en El fin de la escritura: efectos políticos y culturales de la sociedad post-logos, nos habla de una bifurcación radical en la narrativa social. De un lado, la escritura con sus tres mil años de historia y el logos que forjó el contrato social, el enciclopedismo, la democracia liberal y el positivismo científico: las cuatro columnas de una utopía humanista, base de la occidentalización global. Del otro, un entramado de transmediaciones que se intersectan y recombinan sin solución de continuidad: las selfies, los reels, YouTube, la dinámica de los influencers, el boom de las series. Esta reformulación de la codificación cultural actúa directamente sobre el lenguaje, los esquemas perceptivos y los valores a escala planetaria, con proyecciones todavía impredecibles.
Entonces, la televisión modificó la relación entre ver y entender, reconfiguró la estructura cognitiva del ser humano. La imagen no se ve en chino, en árabe ni en inglés: no necesita traducción, ni alfabetización, ni símbolo. Los video-niños de la Generación X vieron la televisión antes de leer, escribir, incluso antes de hablar. Con ellos se inauguró la era del homo videns. Hoy, en pleno siglo XXI, las pantallas negras se multiplicaron: computadoras, teléfonos inteligentes, tablets, visores de realidad aumentada. El ser humano avanza —o retrocede— adicto a la dopamina, inmerso en la era del pospensamiento, donde las inteligencias artificiales, los algoritmos y las realidades virtuales reconfiguran el modo de estar en el mundo. Ya no se vive para comprender, sino para matar el tiempo.
Todo avance tecnológico ha sido, en su momento, temido por desordenar el orden. El costo humano de la primera revolución industrial fue enorme, pero la máquina fue imparable. Sartori, que pensó la televisión, vio la computadora desde lejos, pero jamás imaginó algo parecido al metaverso, se preguntaría ¿Queda algún margen para una nueva ilustración? ¿Podemos reconectar el pensamiento con la imagen, el símbolo con la experiencia? ¿La abstracción con la idea? Tal vez —como advertía Baudrillard en la cita que abre Homo videns: la sociedad teledirigida (1997)— el futuro ya esté sellado: “La información, en lugar de transformar la masa en energía, produce todavía más masa.” Pero también puede que esa frase no sea un epitafio, sino un desafío.
La vuelta del vinilo, el DVD, el coleccionismo o experiencias como 421 sugieren una intuición compartida: lo-fi hi-life. Recuperar el tiempo, habitarlo, experimentar verdaderamente las cosas para que de allí surja algo nuevo, no estandarizado, no inmediato. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick imaginó un mundo sintético donde tocar un animal era un lujo. Hoy, en un ecosistema saturado de estímulos, conservar nuestra conciencia simbólica se ha vuelto un acto de resistencia. Tal vez la pregunta ya no sea si las máquinas pueden pensar, sino si los humanos aún queremos hacerlo.