
En una de las últimas entregas de domingo escribí sobre los argumentos por los cuales Max Weber sugería a Alemania no competir contra Argentina en el terreno de la explotación agrícola. Argentina poseía un valor de la tierra mucho más barato y, por sobre todas las cosas, un valor de la fuerza de trabajo mucho más barata: el gaucho argentino de fines de siglo XIX tenía menos organización y protecciones que el campesinado alemán de la misma época. La razón principal de por qué Weber rechazaba la posibilidad de competir contra Argentina es fácil: para hacer rentable el campo alemán desde el punto de vista económico debía reducirse el nivel de vida de Alemania. Esta observación se prolonga en una crítica a la suposición de que la libre selección que el mercado, o cualquier otra institución, realice signifique por sí mismo una evolución. Es decir, es una crítica al social-darwinismo que hoy, como a fines del siglo XIX, utiliza el ropaje del librecambismo. En este conservadurismo la fe social-darwinista en la lucha espontánea por la existencia y la fe liberal en la libre competencia económica se conectan de manera orgánica. El libre mercado es el medio a través del cual los mejores se imponen en la lucha por la existencia.
Pero para Max Weber lo que el libre juego de la economía premia puede no ser bueno en sí mismo. Necesitamos un criterio para juzgarlo. La crítica a la teoría de la adaptación económica supone, va de suyo, una desconfianza del libre mercado mundial.
Vale la pena la cita en extenso. Es un texto de 1894. El contexto es la aparición, en el este rural de Alemania, de mano de obra de menor costo fruto de la inmigración polaca y la presión competitiva que sufría el campo alemán por Argentina, entre otros:
“Podemos ver las consecuencias de una planeada ‘conexión en la economía mundial’ en la parte de las empresas agrícolas del este de cierto tamaño. Si se adoptan cultivos intensos, el relativo y a veces absoluto significado de trabajadores permanentes declina, promoviendo por otra parte fluidez en la población trabajadora y, con eso, amenazando la estabilidad de la estructura de la población a través de un moderno nomadismo. Es claro entonces que la competitividad de productores extranjeros descansa en su más bajo nivel cultural, en fuerzas naturales inalteradas y, en la ausencia de los costos sociales directos que la densidad y las exigencias de vida de una población con una cultura más vieja han creado. Si las empresas agrícolas del este desean permanecer competentes, entonces deben deprimir el nivel cultural, así como el nivel social del trabajador y del empleador. Esta funesta situación tiene trascendental importancia para la situación material del trabajador rural cuando la libre competencia se manifiesta por primera vez, como el principio organizador del mercado de trabajo rural”
La conexión con la economía mundial en un contexto de libre mercado tiene como consecuencia la decadencia cultural alemana. La destrucción de su entramado institucional y social. Es que los diferentes niveles culturales a escala global, que configuran diferentes tipos de clases trabajadoras entre otras cosas y, por eso, afectan el valor de la fuerza de trabajo en tanto mercancía, impactan en el valor final de los productos. Esto es particularmente interesante hoy cuando Estados Unidos -y ningún país occidental- puede competir contra China, Indonesia o la India precisamente por la diferente calidad de vida promedio que busca mantener en su población general. De querer ser competitivos como los chinos, hay que vivir como ellos.
Que el desarrollo económico no lleve por sí mismo al desarrollo cultural y social implica poner un manto de sospecha sobre el optimismo del desarrollo o, como se llama hoy, tecno optimismo. Evidentemente Weber era crítico del tecno optimismo -euforía ilustrada lo llamaba en esta época- que existió en el siglo XIX. No es patrimonio exclusivo de nuestro presente la fe en la técnica.
Es en su conferencia principal en la toma del cargo de profesor de economía nacional en Friburgo donde Weber explicita su crítica y alejamiento al social-darwinismo del libre mercado. Es decir a la suposición de que adaptarse económicamente es siempre síntoma de progreso humano:
“No siempre –ya lo vemos–, y en contra de lo que piensan los optimistas entre nosotros, la selección salida del libre juego de las fuerzas se decanta del lado y a favor de la nacionalidad más desarrollada o dotada. La historia de la humanidad conoce la victoria de tipos humanos menos desarrollados, y la extinción de altos estadios de florecimiento de la vida del espíritu y del sentimiento, cuando la comunidad humana que era su portadora perdió la capacidad de adaptarse a sus condiciones de vida”.
La pregunta que se impone ahora es ¿con qué otro valor puede medirse el desarrollo económico si por sí mismo no lleva a un desarrollo cultural? ¿cuál es ese criterio de valor que excede lo “puramente económico”? Esa pregunta se la hace Weber de este modo “¿existen ideales específicamente económicos, sociales o ingresan en su objeto otros ideales -éticos, políticos?” y permanecerá inconclusa hasta otra próxima entrega.