
La escena parece escrita por un guionista con sentido del humor cruel: Trump lanza una amenaza contra Musk en su red Truth Social, Musk responde con ironía desde X, mientras los contratos multimillonarios de SpaceX con el Estado siguen en pie y los halcones republicanos intentan mediar como si fueran padres divorciados discutiendo por la custodia del electorado. Todo esto mientras la Administración Nacional del Espacio de China lanza otra misión lunar.
Donald Trump y Elon Musk ya no disimulan su enemistad. Se insultan, se desafían y hasta se ridiculizan públicamente. Pero mientras alimentan esta guerra de egos en horario central, la política estadounidense -y sobre todo su programa espacial- se convierte en daño colateral. Y con ella, el Partido Republicano, que asiste perplejo a una fractura interna que amenaza tanto su narrativa futurista como su unidad electoral.
Lo que empezó como un idilio de conveniencia entre el expresidente más disruptivo y el magnate más excéntrico, hoy se ha vuelto una pesadilla de consecuencias estratégicas. Trump, entre amenazas judiciales y arrebatos digitales, convirtió a Musk en blanco favorito de su furia cuando este dejó de alinearse incondicionalmente. Musk, por su parte, ensaya el equilibrio imposible entre mantener contratos estatales millonarios y distanciarse de un líder que ya no le resulta rentable para su imagen global.
Más que una ruptura definitiva, el vínculo entre Musk y Trump parece una dependencia tóxica: se insultan pero no pueden separarse del todo. Musk necesita acceso y contratos federales, y Trump necesita figuras con capital simbólico que aún movilicen a la “derecha cool” que alguna vez lo acompañó. Pero cada paso que dan juntos es como ver una selfie entre un dragón y un lanzallamas: algo va a explotar.
No es la primera vez que el expresidente ensaya un vaivén con el CEO de SpaceX. En una de sus recientes intervenciones, Trump aseguró que su relación con Musk era “una gran y hermosa ley de amistad”. El problema es que esa ley no pasó por el Congreso, ni mucho menos por la NASA. Lo que sí pasó, en cambio, es el tiempo. Y en ese tiempo, China avanzó.
Mientras Musk y Trump se distraen con sus shows mediáticos, Beijing consolida su presencia lunar, afianza alianzas con potencias emergentes y apuesta a desplazar a EE.UU. de la cúspide del poder tecnológico. “La motosierra y los berrinches”, como tituló irónicamente un diario español, resumen la disfuncionalidad de una alianza rota que compromete el futuro de la innovación estadounidense.
En medio del fuego cruzado, el Partido Republicano observa con incomodidad cómo sus dos figuras más mediáticas dinamitan cualquier intento de cohesión. Musk, aún con perfil tecnolibertario, moviliza a una parte del electorado joven, antiestatista y “anti-woke”. Trump, en cambio, se aferra al núcleo duro de la ultraderecha evangélica, resentida y nostálgica. Entre ambos, no hay espacio para matices. Ni para programas de gobierno.
Pero el verdadero problema está más allá del escándalo. Mientras esta disputa gana espacio en redes sociales, Estados Unidos pierde terreno en el tablero internacional. La carrera espacial -símbolo del orgullo nacional, del liderazgo tecnológico y de la supremacía científica- se está volviendo un lujo que el país no puede gestionar si sus principales actores se dedican a sabotearse. La fragmentación política ahora tiene consecuencias orbitales.
Y, sin embargo, todo sigue girando. SpaceX, a pesar de los berrinches de su CEO, sigue siendo el contratista más importante que tiene la NASA. El gobierno federal le compra servicios, le financia desarrollos, le entrega la infraestructura de misiones cruciales. Musk ataca al sistema mientras factura con él. Trump lo señala como traidor, pero no deja de recordarle a su base que fue bajo su presidencia cuando SpaceX brilló. Es un divorcio mediático, pero con cuentas bancarias compartidas.
En este contexto, Trump no puede darse el lujo de perder el respaldo del ecosistema Musk: redes sociales, comunidades digitales, influencia simbólica sobre los sectores “tech” conservadores. Musk, a su vez, sabe que enfrentarse de lleno al trumpismo podría convertirlo en blanco regulatorio y político si el expresidente regresa al poder. Por eso, esta guerra no tiene final: tiene pausas, contraataques y nuevas formas de dependencia.
En el fondo, este conflicto pone en evidencia una mutación del poder conservador en EE.UU.: un partido que ya no se organiza alrededor de ideas, sino de personalismos, algoritmos y escándalos. Mientras los republicanos más ortodoxos miran con desesperación, Trump radicaliza su base y Musk juega a ser un outsider con presupuesto ilimitado, ignorando que su fortuna también depende de la estabilidad institucional que contribuye a erosionar.
La paradoja es brutal: mientras Estados Unidos debate si un tuit es una declaración de guerra, China avanza en silencio. Y mientras los republicanos discuten si apoyar a un magnate o a un expresidente, una parte de su electorado empieza a preguntarse si ese es realmente el futuro que les prometieron. ¿El resultado? Un Partido Republicano fragmentado, una NASA condicionada por peleas políticas, y una China que avanza sin necesidad de tuitear ni una palabra.