
La democracia argentina no puede estar más endeble. No alcanza con que el promedio de asistencia electoral ronde el 55% -más bajo que cuando Juan Carlos Torre se animaba hablar de “los huerfanos de la la política”-. Las instituciones políticas argentinas carecen de legitimidad: todas ellas. El poder político, legislativo y ejecutivo, la administración -burocracia- y el poder judicial carecen de legitimidad porque en el juego de poder recíproco que implicó la democracia argentina hemos perdido todos. Ninguna institución o espacio político tiene credibilidad, y menos en términos generales. El problema de “la generalidad” es el problema de Argentina. De hecho, es posible que el gran ausentismo de las últimas elecciones sea el resultado del rechazo por parte de la primera mayoría de argentinos a la bipolaridad política que caracterizó al país de 2009 en adelante. ¿Tendrá fin, alguna vez, el espiral político bipolar en el que vive la Argentina? ¿Solo desde 2009 en adelante vivimos en ese espiral bipolar?
La evocación de los fusilamientos de León Suarez y la del General Valle por parte de Cristina Fernandez de Kirchner ayer en la sede del Partido Justicialista sitúa el problema de la grieta en un registro más largo, el de la historia. Es que el problema de Argentina no es legal. No se resuelve con decisiones judiciales. El problema de Argentina no es solo político. No se resuelve solo en el plano de las élites políticas. El problema de Argentina es humano. En 1983, Guillermo O’Donnell presentó en Estados Unidos “A mí qué mierda me importa”, un precioso y crudo análisis del fracaso de la democracia de la Argentina en el siglo XX. Ese fracaso estuvo marcado, principalmente, por un espiral de violencia entre dos fuerzas -peronistas y antiperonistas- que en su mutuo embate de uno contra otro nunca lograron establecer un sistema político estable. Un espacio donde reconocer al adversario político con un adversario legítimo, con el cual se comparten algunos consensos, cuanto menos el consenso sobre cómo se dirimen las diferencias políticas.
Atrás de Cristina Kirchner -y esto es lo que se empeña en no ver el odio a su figura- existen millones de argentinos. Muchos más de los que incluso seguramente esten hoy dispuestos a votarla o vean en ella hoy una candidata a futuro. Atrás de Cristina Kirchner hay una idea de país. Una visión de la economía. Y ambas cosas trascienden a Cristina, a pesar del miedo generacional que hay de superarla. Presa Cristina no se acaba la rabia. De hecho se intensifica.
¿De qué sirve intensificar la dinámica política argentina? ¿Cuál es el sentido de profundizar un juego de extremos? ¿Qué pasados se evocan cuando se piensa en un juego de extremos que avanza bipolarmente? ¿Qué puede durar sin consensos?
La democracia no es solo un conjunto de reglas. Es la forma en que el pueblo argentino se autogobierna. No solo es legalidad, es representación. Es la forma en que el pueblo se siente representado por el sistema político. La tensión que introduce en la representatividad la potencial prisión de Cristina Kirchner solo promete un futuro de más violencia en esta Argentina que ya de por sí es violenta.