
El dólar superó por primera vez los 100 bolívares en el mercado oficial, un umbral simbólico que desnuda la precariedad del modelo económico chavista. Lejos de representar un ajuste técnico, el salto del tipo de cambio pone en evidencia la imposibilidad del gobierno de estabilizar su moneda.
El Banco Central de Venezuela informó que el tipo de cambio oficial cerró en 100,33 bolívares por dólar, lo que implica un alza diaria de 0,64 bolívares. Aunque se trata de una cotización intervenida, la escalada refleja la desconfianza estructural en el bolívar.
Desde 2013, la política monetaria del chavismo ha acumulado cinco reconversiones, decenas de tipos de cambio y ninguna estrategia sostenible. El resultado es una economía dolarizada de facto, donde los salarios en bolívares carecen de poder adquisitivo real.
El propio gobierno promueve pagos en dólares mientras sostiene una moneda sin respaldo. La inflación sigue descontrolada, y las reservas internacionales son insuficientes para mantener la intervención del BCV sin generar distorsiones mayores.
La escalada del dólar golpea a los sectores más vulnerables, cuyos ingresos están anclados a un bolívar cada vez más irrelevante. Los precios de alimentos, medicamentos y servicios se ajustan al alza en tiempo real, mientras el salario mínimo permanece congelado.
La brecha entre los pocos sectores dolarizados y la mayoría empobrecida se profundiza. En este contexto, los bonos sociales que distribuye el Ejecutivo resultan insuficientes y mantienen a la población en una situación de dependencia crónica.
El dólar cruzando los 100 bolívares no es un accidente, sino la evidencia de un modelo económico agotado. La incapacidad del gobierno de Maduro para generar confianza, controlar la inflación o recuperar la moneda nacional sella un ciclo de fracasos que se arrastra desde hace una década.
Lejos de corregir rumbo, el Ejecutivo mantiene una narrativa de estabilidad ficticia mientras la economía real sigue en caída libre. El colapso del bolívar no es sólo un problema técnico: es el reflejo de una política sin horizonte, donde la población paga el precio del deterioro acumulado.