
El milagro económico chileno de los años 90 y 2000 parecía insaciable: el país crecía al 7%, incluso al 10% en algunos tramos, liderando América Latina y ganando elogios globales. En ese contexto, una expansión del PIB del 3% o 4% se percibía como un síntoma de fatiga o, peor aún, de crisis estructural.
Hoy, sin embargo, Chile se prepara para celebrar si logra alcanzar esos mismos porcentajes. Tras una década marcada por la desaceleración, la pandemia, el estallido social y una creciente incertidumbre política y económica, las expectativas se han ajustado. El 3% ya no es mediocre: es la nueva aspiración.
Uno de los principales cuellos de botella es el sistema tributario. Empresarios y economistas coinciden en que la alta carga impositiva para las empresas (27%) desincentiva la inversión y resta competitividad internacional. Evelyn Matthei, una de las principales figuras de la derecha chilena y probable candidata presidencial, propone una baja gradual del impuesto corporativo al 23%, con el objetivo de llegar a un 18%.
La propuesta busca atraer capital, generar empleo y estimular el crecimiento. Pero enfrenta resistencias: reducir impuestos podría comprometer la recaudación fiscal y dificultar el financiamiento de políticas sociales. La discusión se ha instalado con fuerza en la agenda pública.
Más allá de los impuestos, el proceso para poner en marcha un proyecto de inversión en Chile puede tardar años. Estudios indican que la maraña de permisos, autorizaciones y trámites administrativos retrasa obras clave, desincentiva a inversionistas y frena la actividad económica.
Una estimación reciente sugiere que simplificar estos procedimientos podría agregar hasta 0,7 puntos porcentuales al crecimiento del PIB. La llamada "reforma a la permisología" se ha convertido en una demanda transversal entre gremios empresariales y expertos.
El tercer factor que pesa sobre el crecimiento es la inseguridad. Según estimaciones, el costo económico de la delincuencia en Chile equivale al 2,6% del PIB, es decir, unos 8.200 millones de dólares al año. No se trata sólo de robos o daños materiales, sino del impacto en decisiones de consumo, inversión y localización de empresas.
El temor a operar en zonas peligrosas desvía recursos, encarece seguros y disminuye la confianza en el entorno de negocios. En un país que alguna vez se enorgulleció de su estabilidad, esta nueva realidad representa una amenaza silenciosa al desarrollo.
La resignación a crecer al 3% refleja tanto un ajuste de expectativas como la falta de reformas estructurales. Chile ya no compite con su pasado glorioso, sino con su propio estancamiento. El crecimiento bajo ya no es transitorio: se está volviendo estructural.
El desafío es recuperar el dinamismo sin sacrificar equidad ni estabilidad. Para ello, el país deberá enfrentar debates duros y tomar decisiones que, aunque impopulares, resultan urgentes. El 3% no debería ser una meta, sino una advertencia.