
El gobierno de Gustavo Petro ha adquirido 22.000 litros de glifosato, pese a que el propio mandatario había asegurado en campaña que no se usaría "ni una sola gota" de ese herbicida durante su gestión. La compra, realizada por la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional el 28 de mayo, implicó un contrato por 2.673 millones de pesos con la empresa Del Monte Agrosciences, proveedor habitual de anteriores administraciones. La adquisición ha sido interpretada por diversos sectores como una señal de ruptura entre el discurso ambientalista del gobierno y sus decisiones concretas en materia de política antidrogas.
El producto no será aplicado mediante fumigación aérea —prohibida desde 2015 por orden de la Corte Constitucional—, sino a través de erradicación terrestre en 15 departamentos del país. Aun así, organizaciones civiles como el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo han alertado que el uso del químico sin consulta previa a comunidades étnicas, sin estudios científicos actualizados ni garantías sanitarias, representa una vulneración de derechos y de los compromisos asumidos en el Acuerdo de Paz.
La decisión ha generado malestar incluso dentro del propio Pacto Histórico. Irene Vélez, exministra de Minas y Energía, sostuvo que la erradicación con glifosato no aborda los problemas estructurales del narcotráfico, como el acceso desigual a la tierra. Otros sectores del oficialismo criticaron que la medida contradice la apuesta por la sustitución voluntaria, una de las banderas centrales del plan de gobierno de Petro.
Por su parte, el ministro de Defensa, Iván Velásquez, aseguró que el herbicida se utilizará únicamente si fracasan los programas de sustitución, y siempre dentro del marco legal vigente. Sin embargo, sus declaraciones no han disipado las dudas: expertos como Gabriel Tobón, de la Universidad Javeriana, advierten que el glifosato puede contaminar suelos durante una década y afectar gravemente la salud de las comunidades cercanas a los cultivos ilícitos.
En abril, el propio Ministerio de Defensa había anticipado la compra, alegando que se trataba de una herramienta legal aún vigente. No obstante, diversos analistas sostienen que esta maniobra responde más a presiones del gobierno de Estados Unidos, que desde hace meses reclama resultados tangibles en la lucha antidrogas. La posibilidad de una "descertificación" por parte de Washington pone en riesgo los fondos de cooperación y algunos acuerdos comerciales clave.
La postura ambigua del Ejecutivo también revela una pugna interna: mientras una parte del gabinete aboga por políticas integrales en los territorios cocaleros, otra parece dispuesta a retomar estrategias represivas. El contrato de compra no especifica claramente las condiciones de uso, y hasta el momento no se han divulgado estudios técnicos ni licencias ambientales que sustenten la medida.
El uso de glifosato, incluso por medios terrestres, ha sido históricamente rechazado por comunidades campesinas e indígenas, que denuncian problemas respiratorios, dermatológicos y daños a cultivos alimentarios. Además, el punto cuarto del Acuerdo de Paz establece la prioridad de estrategias de sustitución voluntaria sobre la erradicación forzada. En ese sentido, organizaciones sociales advierten que esta medida erosiona la confianza entre el Estado y los territorios históricamente marginados.
En la práctica, el mensaje del gobierno resulta contradictorio: mientras se concreta la compra de herbicidas, se presentan informes optimistas sobre el avance de programas sociales en zonas cocaleras. Este doble discurso pone en riesgo los avances logrados en materia de diálogo y legitimidad institucional desde el fin del conflicto armado.
El viraje del gobierno Petro hacia la erradicación química -aunque limitada a su modalidad terrestre- refleja una tensión entre principios y gobernabilidad. Si bien es cierto que enfrentar al narcotráfico requiere resultados visibles, recurrir a estrategias ya desacreditadas debilita la narrativa de cambio estructural que lo llevó al poder. Además, genera confusión entre sus bases y mina la credibilidad de sus compromisos con la protección ambiental y los derechos humanos.
Este episodio puede marcar un punto de inflexión en la política antidrogas de Colombia. Si el Ejecutivo cede ante presiones externas, el país corre el riesgo de retroceder hacia un enfoque punitivo y militarizado, con consecuencias graves para las poblaciones rurales. La compra de glifosato no es solo una medida técnica: es un gesto político que podría redefinir los equilibrios internos del gobierno y su relación con los actores sociales del posconflicto.