
América Latina y el Caribe enfrentan uno de los mayores desafíos humanitarios de su historia reciente: más de 22 millones de personas requieren protección internacional. El desplazamiento forzado, impulsado por la violencia, la pobreza y el cambio climático, ha generado flujos migratorios que con frecuencia superan la capacidad de respuesta de los Estados. Sin embargo, organismos internacionales como ACNUR insisten en que la solución no debe ser únicamente asistencialista: la integración social y económica de los refugiados es una vía concreta para generar crecimiento y cohesión en las sociedades receptoras.
El caso de las hermanas Valcin, dos haitianas que ahora viven en México, demuestra este potencial. Luego de huir de su país, se integraron en un proyecto comunitario y hoy contribuyen a su entorno como promotoras sociales. Su historia es una entre miles que revelan cómo, cuando se les brinda acceso a empleo, educación y servicios básicos, los refugiados enriquecen el tejido económico y social del país de acogida.
Diversos estudios respaldan este enfoque. Investigaciones conjuntas del BID, la OCDE y ACNUR señalan que los refugiados aportan activamente a las economías locales, llenando vacantes laborales, formalizando actividades económicas y generando ingresos fiscales. En países como Chile, Colombia, Ecuador y Perú, se han documentado impactos positivos tanto en el mercado laboral como en la sostenibilidad de los sistemas de seguridad social.
Particularmente revelador es el caso de Perú, donde por cada dólar invertido en la integración de refugiados, el Estado recupera más de dos dólares en ingresos fiscales. Este retorno económico se suma al fortalecimiento de capacidades locales en sectores clave como salud, educación y servicios, lo que beneficia tanto a los desplazados como a las comunidades receptoras.
Pese a los datos favorables, el escenario presenta riesgos. ACNUR ha advertido sobre recortes presupuestarios globales que amenazan con frenar los avances logrados. Además, fenómenos como la xenofobia, la desinformación y los discursos de odio siguen presentes, dificultando la implementación de políticas inclusivas.
Para contrarrestar estos desafíos, se han activado alianzas entre organizaciones internacionales como el Banco Mundial, el BID y ACNUR, con el objetivo de canalizar financiamiento y asistencia técnica a los gobiernos locales. La clave es que los refugiados sean incorporados a las agendas nacionales de desarrollo y no tratados como una emergencia aislada.
En muchos países latinoamericanos, las ciudades han asumido un rol protagónico en la acogida. Ciudades como Bogotá, São Paulo y Ciudad de México han desarrollado programas de inserción laboral, acceso a vivienda y reconocimiento de títulos profesionales, muchas veces superando la respuesta de los gobiernos centrales.
Asimismo, organizaciones de la sociedad civil y el sector privado han sido clave para facilitar la transición de los refugiados hacia una vida digna. En este proceso, la sensibilización de las comunidades locales es fundamental para reducir tensiones y evitar la percepción de competencia o amenaza.
La narrativa tradicional que presenta a los refugiados como una carga debe dar paso a una visión estratégica: son agentes de cambio, innovación y resiliencia. Integrarlos adecuadamente permite dinamizar economías, enriquecer el capital humano y fortalecer la democracia en sociedades marcadas por la desigualdad.
En América Latina, donde abundan tanto la solidaridad como los desafíos estructurales, la integración de refugiados no debe ser una opción residual, sino una política de Estado basada en evidencia, humanidad y visión de futuro. Invertir en quienes lo han perdido todo es, al mismo tiempo, apostar por sociedades más justas, cohesionadas y sostenibles