22/06/2025 - Edición Nº866

Internacionales

Altares del Siglo XXI

Jerusalén: cuando el encuentro es posible

22/06/2025 | Tres religiones, una ciudad. Más allá de las fronteras, Jerusalén sigue siendo símbolo de lo sagrado, la historia y la posibilidad del diálogo.



Hay lugares que no necesitan presentación. Su nombre basta para abrir puertas, evocar pasados y disparar preguntas. Jerusalén es uno de ellos. Ciudad de piedras milenarias, de promesas y traiciones, de rezos murmurados en tres idiomas sagrados. Es, a la vez, santuario, frontera, sueño y herida.

Pero también es, contra todo pronóstico, la ciudad donde el encuentro aún es posible. En tiempos donde las creencias se polarizan, donde las identidades se vuelven trincheras, Jerusalén persiste como un punto de contacto incómodo, pero inevitable. Judíos, cristianos y musulmanes reclaman su parte de historia, de fe y de territorio. Y en esa superposición no solo conviven narrativas: conviven visiones del mundo. 

Quien ha caminado por sus callejones sabe que ahí nada es casual. Un rezo se superpone con el llamado a la oración. Un guía cristiano señala la Vía Dolorosa mientras un rabino cruza hacia el Muro, y un grupo de peregrinos musulmanes sube al Domo de la Roca. Todo sucede al mismo tiempo. Y, a pesar de todo, sucede en paz.

Tres religiones, una raíz

La singularidad de Jerusalén no radica solo en su pasado, sino en su rol como eje espiritual de tres religiones monoteístas que, aunque distintas en forma, comparten el asombro por el misterio, la centralidad de la palabra revelada, y la fe en un Dios que se vincula con la humanidad. Para el judaísmo, es la ciudad de David y el templo. Para el cristianismo, el lugar de la pasión, muerte y resurrección. Para el islam, el punto desde donde Mahoma ascendió al cielo. Tres visiones que no se anulan, pero que tensionan.

¿Puede haber paz donde hay tanta sacralidad compartida? La respuesta no está en los tratados, sino en los gestos.

Espiritualidad en el siglo XXI

En un mundo secularizado, veloz y disperso, Jerusalén funciona como recordatorio incómodo. Todavía hay quienes creen. Todavía hay quienes rezan. Todavía hay lugares donde la fe organiza el tiempo y los vínculos. No desde la imposición, sino desde la tradición.

En la era del algoritmo, la espiritualidad parece un lujo vintage. Pero basta entrar a la Iglesia del Santo Sepulcro al atardecer, o ver a un niño rezando junto al Muro, o escuchar el eco del adhan desde los minaretes para entender que, en esta ciudad, el alma todavía encuentra hogar. Y si hay algo que Jerusalén enseña es que la religión no es solo rito o creencia. Es también identidad, pertenencia y, muchas veces, refugio.

Una ciudad que interpela

Para quienes creemos que la política debe ser puente y no muro, Jerusalén es una interpelación permanente. No se trata solo de geopolítica. Se trata de cómo nombramos al otro. De cómo honramos su fe sin negar la propia. De cómo construimos una narrativa común sin borrar lo que duele. 

No hay convivencia sin conflicto. Pero tampoco hay futuro sin voluntad de encuentro. Y en ese sentido, Jerusalén, más allá de su complejidad, ofrece lecciones. No como modelo a imitar, sino como espejo donde mirar nuestras propias tensiones: entre memoria e identidad, entre libertad y pertenencia, entre el derecho a creer y el derecho a no ser excluido por creer distinto.

Lo sagrado como espacio público

En mi generación, donde todo se cuestiona y casi nada se sostiene, volver a pensar lo religioso como parte del entramado humano puede ser un acto de apertura, no de encierro. Jerusalén no nos invita a uniformar la fe, sino a entender que la diversidad espiritual también puede ser una forma de riqueza. 

No se trata de romanticismo. Se trata de reconocer que lo sagrado, cuando es vivido con humildad y hospitalidad, puede convertirse en lugar de encuentro. Y que, en medio del ruido del mundo, hay ciudades, como Jerusalén, que todavía susurran lo esencial: que la fe no es obstáculo si el amor la habita. Que el rezo no divide si el respeto lo acompaña. Que el otro no es enemigo si nos dejamos conmover.

Una ciudad, tres veces sagrada

Jerusalén no pertenece a nadie porque, en el fondo, le pertenece a todos. No es solo la capital de una fe, sino el corazón latente de muchas. No es solo historia, es promesa. Y su promesa no es la uniformidad, sino el encuentro. Caminar sus calles es toparse con rezos que no suenan igual, pero laten parecido. Es convivir con muros que dividen y relatos que sangran, pero también con la posibilidad real de que, a pesar de todo, el diálogo no sea un milagro, sino una decisión. 

Quizá el desafío no sea resolver Jerusalén, sino aprender a mirarla como espejo. Porque lo que pasa entre sus piedras también pasa en nuestras ciudades, en nuestras familias, en nosotros. Jerusalén enseña, a quien quiera ver, que la paz no es ausencia de conflicto, sino presencia de dignidad. 

Y que rezar, a veces, es simplemente sentarse a escuchar el rezo del otro.