
La madrugada del 21 de junio quedó grabada en la historia reciente como el día en que Estados Unidos, bajo el mando de Donald Trump, y con el apoyo activo de Israel, bombardeó el corazón nuclear de Irán. La ofensiva, sin precedentes en su magnitud, activó una inmediata respuesta de Teherán, que lanzó una andanada de misiles contra objetivos israelíes. El mundo entró oficialmente en una nueva etapa de tensión global. Y Argentina, de manera insólita, decidió participar.
En una acción que parece calcada de los peores errores del menemismo, Javier Milei no sólo salió a respaldar el ataque, sino que ordenó el despliegue de un buque militar argentino para apoyar a sus "aliados históricos", como él mismo los llamó. El argumento: Irán es un "enemigo de Argentina". La consecuencia: el país se convierte en actor de una guerra ajena, con amenazas propias.
¿Cómo se explica esta decisión? Con ideología, ignorancia histórica y una peligrosa necesidad de protagonismo. Milei está jugando a ser Churchill, pero sin diplomacia, sin contexto y sin responsabilidad. Y lo hace justo cuando la memoria argentina debería estar marcada por el atentado a la AMIA, la conexión iraní y las secuelas de haber jugado a ser parte del eje Estados Unidos-Israel sin respaldo real.
La decisión no es solo simbólica: es peligrosa. Argentina tiene presencia de células de Hezbollah en la Triple Frontera, lo sabe la inteligencia de Estados Unidos, lo sabe Interpol, lo sabe Israel. Ahora también lo sabe Irán. Con esta postura unilateral, el Gobierno argentino coloca al país en el radar de una guerra asimétrica donde los ataques no son convencionales. El pasado reciente, con los atentados a la embajada de Israel (1992) y a la AMIA (1994), demuestra que no se necesita declarar una guerra para sufrir sus efectos.
La posición que tomó Argentina es absolutamente unilateral, nacida de la ley ideológica personal del Presidente, sin ningún consenso político ni apoyo institucional interno. No representa la tradición histórica argentina de no intervención en conflictos ajenos, ni su rol de defensa activa de los derechos humanos. Lo que hace Milei rompe con todo eso, y lo hace por conveniencia comercial y alineamiento ideológico. A su vez, el vínculo con Israel no es nuevo: parte del armamento comprado recientemente por Argentina provino de ese país, lo que confirma un posicionamiento geopolítico que no se basa en el interés nacional, sino en una cruzada personal. Hasta la reciente visita de Milei a Israel y el premio de un millón de dólares recibido allí parecen parte del mismo montaje simbólico con el que pretende legitimarse como actor internacional.
Pero detrás de ese montaje hay una verdad más cruda: el presidente argentino está atrapado en su propia fantasía de pertenecer a la elite del poder global. Su admiración por Donald Trump no es un secreto. Lo admira, lo imita, y sueña con jugar en su liga. Pero mientras Trump juega ajedrez con piezas de poder real, Milei actúa como mascota útil en el tablero, celebrando cada palmada extranjera como si fuera una validación histórica. En lugar de construir una política exterior soberana, entrega la neutralidad, la diplomacia y la seguridad nacional argentina a cambio de afecto simbólico. No es Napoleón, es un fanático desbordado que pone en peligro a su país por una ilusión personal. La historia dirá si esta entrega voluntaria le da el lugar en los libros que tanto desea, o si solo deja a la Argentina en la lista de objetivos del conflicto más peligroso del siglo XXI. Es necesario repetirlo hasta el cansancio, Argentina tiene presencia de células de Hezbollah en la Triple Frontera, lo sabe la inteligencia de Estados Unidos, lo sabe Interpol, lo sabe Israel. Ahora también lo sabe Irán. Hezbollah hizo los atentados en Argentina básicamente porque es fácil, y sigue siendolo.
En cambio, Milei elige la confrontación discursiva y militar, con una fantasía que se parece más a una partida de Counter Strike que a una estrategia internacional. La construcción de una "sala de situación" en Casa Rosada, el tono bélico en redes, el lenguaje de cruzada histórica... todo eso revela no una estrategia, sino un delirio narcisista con consecuencias geopolíticas.
Este alineamiento también lo aísla en la región. Ningún otro país latinoamericano se sumó a la ofensiva. Brasil guarda silencio, Colombia y Chile expresaron preocupación, y hasta Paraguay se mantuvo al margen. Argentina, sin poder militar real, sin capacidad nuclear, sin influencia diplomática significativa, decide convertirse en peón de una guerra de otros.
Como en los noventa, cuando Carlos Menem envió tropas al Golfo y luego sufrió las consecuencias, Milei insiste en repetir el libreto. Pero esta vez, con un mundo mucho más inestable, con un Irán decidido a responder, y con una Argentina debilitada interna y externamente.
“Israel actúa con hidalguía y honor”, dijo Milei en defensa de Netanyahu. En ese espejo se quiere mirar el presidente argentino. Pero los espejos deforman, y esta imagen que quiere construirse podría costarle caro a la seguridad nacional.
Cuando un presidente cree que está escribiendo su propia versión de la historia mundial, pero lo hace sin respaldo, sin aliados regionales, sin plan ni cuidado, no estamos frente a un estratega: estamos frente a un riesgo.
Argentina ya no es neutral. Y eso nos convierte, por decisión propia, en posibles objetivos.