
Sin embargo, la crisis se da por las razones opuestas que cree Milei. Por eso la posibilidad de que Argentina quede arrastrada, aunque sea discursivamente, a una guerra global de la que no forma parte ni por intereses ni por capacidades, parece tan absurda como peligrosa. Y pese a ello, no está del todo lejos. Son los costos de hacer política con pura ideología.
Aunque, en realidad, la política exterior que impulsa Milei no es ni siquiera una política. Es una gestualidad. No se apoya en intereses de Estado, ni en alianzas estratégicas, ni en capacidades reales. Se apoya en una pulsión teñida de mitologías simplificadas sobre el Bien y el Mal. Lo que Milei pone en juego no es solo la neutralidad como tradición, sino la mínima racionalidad estratégica que alguna vez supimos tener.
Porque si algo fue constante, a lo largo de más de un siglo, fue la prudencia. Argentina se mantuvo al margen de los grandes conflictos no por cobardía, sino porque entendió que en el tablero internacional su mejor carta era la distancia. En 1914, en 1939, y hasta incluso en plena Guerra Fría, la idea de no involucrarse directamente funcionó como escudo y como margen de maniobra. La neutralidad no fue una posición ideológica: fue un dispositivo de supervivencia.
¿Quién se beneficia con esto? ¿Qué gana Argentina, exactamente, al pararse incondicionalmente del lado de una potencia en conflicto? ¿Qué obtiene, más allá de una palmada simbólica? No se gana inversión, ni seguridad, ni respaldo. Se gana exposición. Se gana una enemistad innecesaria con un mundo árabe que ni nos ataca ni nos ignora. Se gana el riesgo -no menor- de que la política exterior pase a ser una variable de conflicto interno.
Milei cree que se puede participar en el juego de las potencias sin ser potencia. Cree que gritar es una forma de ser escuchado. Pero en el sistema internacional, gritar sin fuerza es solo ruido. Y el ruido, cuando se acumula, puede costar caro.
La política internacional no se juega en la moral. Se juega en los intereses. Y los intereses de la Argentina no están unilateralmente ni en Gaza ni en Teherán ni en Tel Aviv. Están en mantener el margen, en proteger su economía, en cuidar su palabra, en sostener su tradición diplomática. No hay proyecto de país que pueda sostenerse si decide pelear guerras ajenas como si fueran propias. Mucho menos si esas guerras se eligen por capricho, por fantasía o por devoción.