
El caso de Juana Hilda González Lomelí, liberada recientemente tras pasar 19 años en prisión por una confesión obtenida bajo tortura, expone una realidad brutal: en México, la justicia llega tarde, mal o nunca. Su caso formó parte del llamado “caso Wallace”, una construcción judicial plagada de irregularidades, omisiones e inacción por parte de las más altas instancias judiciales del país.
Su liberación fue posible gracias a una sentencia de la Suprema Corte que, por primera vez, sentó jurisprudencia: las confesiones obtenidas bajo tortura deben ser invalidadas de forma inmediata, sin reinicio del proceso penal. Esta decisión marca un hito legal, pero también evidencia la inercia y complicidad del sistema judicial que mantuvo a González encarcelada durante casi dos décadas.
El de Juana Hilda no es un caso aislado. El de Israel Vallarta, arrestado junto a Florence Cassez en un montaje televisado por la entonces AFI, suma ya 19 años y seis meses de prisión sin sentencia, a pesar de estar comprobada la tortura en su contra. Mientras Cassez fue liberada hace más de una década, Vallarta sigue esperando justicia.
En ambos casos, la ausencia de pruebas concluyentes, la fabricación de culpables y la tortura como método de obtención de declaraciones son elementos comunes. La impunidad de los responsables —desde policías hasta jueces— refuerza la sensación de que el aparato judicial no protege al inocente, sino que lo sacrifica para proteger sus propios errores.
El fallo que liberó a González Lomelí pasó tres años sin resolución en el despacho del ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, un hecho que no ha sido explicado ni sancionado. Este tipo de omisiones, frecuentes y sin consecuencias, muestran que la Suprema Corte no siempre actúa con la premura ni la valentía que requiere su papel como última instancia de justicia.
Además, el nuevo precedente jurídico que impide reiniciar procesos viciados por tortura llega tarde para muchos. Brenda Quevedo, Jacobo Tagle, César Freyre y los hermanos Castillo permanecen presos bajo condiciones similares, algunos desde hace más de quince años. Su libertad, aún incierta, depende de un sistema que avanza con parsimonia mientras vidas enteras se derrumban.
#ÚltimaHora 🔥👉
— Luis David García (@ldgarcia_mkt) June 11, 2025
🔔 La @SCJN ordena, por mayoría de 4 votos a 1, la libertad inmediata y absoluta de Juana Hilda González Lomelí, tras pasar 19 años en prisión por el #CasoWallace.📍 pic.twitter.com/peYFn83Pig
Según denuncias de organizaciones de derechos humanos, los casos más graves de tortura y fabricación de culpables suelen involucrar intereses políticos o figuras de poder. Esto genera un patrón de selectividad: quienes pueden movilizar recursos, influencia o cobertura mediática tienen alguna esperanza de revertir la injusticia; los demás, quedan atrapados.
La fiscalía, por su parte, sigue actuando con lógica inquisitorial, validando pruebas ilícitas, obstaculizando revisiones judiciales y privilegiando la narrativa de culpabilidad por encima del principio de presunción de inocencia. Todo ello configura un ecosistema judicial donde la verdad es secundaria frente a la necesidad institucional de mostrar eficacia punitiva.
Juana Hilda González Lomelí saliendo del Cefereso 16. Libre después de 19 años. Llegó para ella por fin la justicia. Falta aún conocer la verdad que la condenó sin justificación a vivir encarcelada. pic.twitter.com/LIs1NI1hBk
— Ricardo Raphael (@ricardomraphael) June 12, 2025
El reconocimiento jurisprudencial de que la tortura invalida un proceso penal de forma total e inmediata es un avance importante, pero insuficiente. Lo que está en juego no es solo la libertad de unas cuantas personas, sino la legitimidad misma del sistema judicial mexicano, que ha demostrado sistemáticamente su incapacidad para autodepurarse.
A menos que se transformen la cultura interna del Poder Judicial, los mecanismos de rendición de cuentas y la autonomía de la fiscalía, estas victorias serán excepciones y no la regla. Mientras tanto, miles de personas seguirán presas, no por lo que hicieron, sino por la comodidad de un sistema que necesita culpables, no justicia.