
La Ciudad de México enfrenta una paradoja hidráulica. A pesar de ser una de las urbes con mayor presión hídrica del continente, cada temporada de lluvias se pierde una oportunidad invaluable: el agua que cae en cantidades extraordinarias no se aprovecha. Según el economista ambiental Eduardo Vega López, la cantidad de lluvia que recibe la zona metropolitana equivale a hasta 25 veces el caudal del Amazonas, pero casi toda esa masa hídrica termina canalizada al drenaje.
Este drenaje masivo ocurre por falta de infraestructura de captación, planeación urbana deficiente y una gestión fragmentada del recurso hídrico. Mientras el subsuelo se agrieta por la sobreexplotación de los acuíferos, en la superficie millones de litros se escurren sin retorno. La ciudad, atrapada entre la sequía y la inundación, vive un colapso anunciado que urge revertir con políticas sostenibles y coordinadas.
En 2005, la disponibilidad de agua por habitante en el Valle de México era de 191 metros cúbicos al año; en 2025, ha bajado a 139 m³/hab, y se proyecta que para 2030 llegue a 136 m³/hab. Esta cifra se encuentra muy por debajo del umbral mínimo recomendado por organismos internacionales, que sitúan la seguridad hídrica por encima de los 500 m³ por persona.
La combinación de urbanización acelerada, gestión ineficiente y cambio climático ha deteriorado la recarga natural de los acuíferos. Mientras más personas demandan agua, menos agua se filtra naturalmente al subsuelo, y más se extrae de fuentes profundas que requieren energía y generan hundimientos.
El 30% de las aguas residuales del país se generan en el Valle de México, pero solo el 63% recibe tratamiento adecuado. Muchas de las plantas operan a media capacidad o están deterioradas por falta de mantenimiento, lo que impide cerrar el ciclo del agua y reutilizarla en actividades no potables o riego urbano.
Este desperdicio también tiene consecuencias ambientales: ríos y cuerpos de agua contaminados, suelos con metales pesados y ecosistemas colapsados. Sin una red de tratamiento eficiente, el agua sucia fluye libremente y contribuye a un círculo de deterioro socioambiental.
El experto propone impulsar sistemas de captación pluvial urbanos y estrategias regionales diferenciadas. Actualmente, las pocas experiencias exitosas, como el Parque Hídrico La Quebradora en Iztapalapa, no se han replicado ni escalado. Falta inversión, regulación y voluntad institucional para integrar estas soluciones en el modelo urbano.
La captación podría abastecer escuelas, parques, edificios públicos y zonas de recarga. Sin embargo, la mayor parte de las techumbres urbanas siguen sin sistemas básicos de recolección, y la lluvia termina donde empieza el problema: en la alcantarilla.
El 62% del territorio mexicano sufre algún grado de sequía, según cifras oficiales. La escasez no afecta a todos por igual: zonas populares, como Iztapalapa, enfrentan cortes frecuentes, mientras zonas privilegiadas mantienen acceso constante. Esta desigualdad en el acceso al agua refuerza la injusticia urbana.
A medida que el clima se vuelve más errático, los modelos de lluvia son menos predecibles y más violentos. Sin adaptación ni planificación, el agua seguirá cayendo donde no puede usarse y faltando donde se necesita.
La Ciudad de México necesita cambiar de paradigma: de deshacerse del agua como si fuera desecho a tratarla como el recurso estratégico que es. Las probabilidades de que la crisis hídrica se agrave sin una reforma estructural superan el 75% en la próxima década. Cada lluvia desperdiciada es una oportunidad perdida de resiliencia.
Captar, tratar, reutilizar: estas deben ser las bases de un nuevo ciclo hídrico urbano. Enfrentar el colapso no requiere milagros, sino decisión política, inversión pública y un cambio cultural profundo respecto al valor del agua.