06/07/2025 - Edición Nº880

Opinión


Arte bajo juicio

Enemigos públicos

06/07/2025 | En redes sociales la ceremonia narcisista de la cancelación es celebrada con fervor en repetición perpetua.



Las discusiones sobre la autonomía del arte pueden parecer agotadas o aburridas, pero las redes sociales han tenido la cortesía de reiniciar todas las conversaciones de la humanidad al punto cero. De pronto, estamos otra vez debatiendo la relación del arte con la política, la del gobierno con la libertad de prensa, si el escrache es un método efectivo para obtener justicia, si la emisión monetaria genera inflación o si la Tierra, en efecto, es redonda. Disputas que parecían saldadas hace un siglo —cuando aún se fumaba en los aviones y los insultos no se publicaban— ahora vuelven a escena presentadas como novedades insólitas.

En este bucle eterno en el que vive la tuitósfera, los últimos señalados por el hiperfoco moral fueron Emilia Mernes y Fito Páez. Una porque hace silencio y parece no tener nada para decir y el otro porque dice lo que se supone no tiene que decir. A ella la acusan de vacía, desclasada, e incluso de puta —y no solo varones: muchas mujeres se suman al señalamiento con entusiasmo sororo. Otros usuarios prefieren insultarla con más elegancia y le dicen “hegemónica”. A él lo tildan de transgresor modico, de machista de entre casa y hasta de viejo gagá. Ella representa un silencio sospechoso. Él, una palabra indebida. Y sin embargo, la reacción es la misma: indignación colectiva.


A esta altura no descubriremos nada diciendo que el ‘modus operandi’ de la cancelación por internet siempre encuentra un argumento para autojustificarse. No importa el contexto, ni la trayectoria, ni la intención. Todos son culpables de delitos menores pero imperdonables. Las condenas deben ser sumarias y definitivas. No interesa aclarar, reparar ni debatir el hecho. La persona en cuestión queda bajo juicio por un solo acto, aun cuando el resto de su vida sea prueba de lo contrario. No importan los orígenes humildes, trabajadores u obreros de ningún artista, sino ese segundo preciso en que defraudó a su audiencia o se produjo un malentendido. Pero, ¿qué hay detrás de esta ceremonia narcisista celebrada con fervor que se repite una y otra vez?

La derrota después de la derrota

La obra “Comedian” de Maurizio Cattelan —una banana pegada con cinta en una galería— fue comprada por el fundador de la plataforma de criptomonedas Tron, Justin Sun, por 6.2 millones de dólares y luego devorada. La obra, la compra, el acto de comérsela: cada uno produce un gesto de interpretación. Pero en la posmodernidad avanzada, ya ni el arte ni la ironía nos salvan. Todo es devorado. No hay margen de lectura, sólo consumo literal. La obra se vuelve anécdota, la anécdota se vuelve contenido, el contenido se vuelve clip viral. ¿No pasa lo mismo con los artistas? ¿No se los devora en un acto de exhibicionismo moral para mostrar quién mastica con más indignación la causa social de turno? En este contexto, el artista no es ni sujeto autónomo ni figura pública, sino un insumo de las plataformas. Un insumo político, simbólico, afectivo. La exposición constante los vuelve carne disponible para el consumo moral. Y la moral de época no busca comprender, sino etiquetar. No busca relato, busca sentencia. El que no dice lo que quiero oír —o no lo dice como quiero oírlo— queda fuera del negocio.

Entonces la verdadera pregunta a los usuarios sería: ¿quieren escuchar opiniones políticas o simplemente quieren escuchar sus propias opiniones repetidas por gente famosa? Cuando Fito Páez habló del fracaso de las utopías, ¿no hablaba también de esto? De una época donde el deseo de transformación fue reemplazado por el deseo de autovalidación. Lo que se busca no es disenso ni reflexión, sino espejo. No una voz singular, sino una boca prestada que diga —desde un escenario— lo que uno mismo ya piensa. Es un morbo masturbatorio muy grande. Si Emilia Mernes no sabe o no le interesa la política, ¿qué valor tendría su opinión? ¿Para qué forzarla a decir algo? ¿A quién le importa lo que piense algún viejo rockero o el seis del Manchester United? Esa exigencia absurda revela otra cosa: que no se está pidiendo pensamiento, sino repetición.

 

En este contexto, la obra no hace al artista porque la obra no importa. Lo que importa es el gesto fuera de la obra: el posteo, la frase, la adhesión. Lo visible. La canción, el libro, la película, el cuadro quedan relegados a segundo plano, convertidos en accesorios biográficos que decoran una identidad a reconfirmar. Se espera que el artista no produzca sentido, sino alineamiento.

En esa lógica, el arte se vuelve irrelevante. Su potencia, su ambigüedad, su riesgo, quedan opacados por una demanda constante de posicionamiento claro, oportuno y aprobado.

Tal vez —como escribió Martín Rodríguez— algunos silencios dicen más sobre la sociedad argentina que cualquier canción de protesta. Porque mientras se le exige a una cantante que tome posición, la mitad del país no va a votar. Hay una mayoría silenciosa cuya única afirmación posible es el silencio. Y el vacío que eso deja tiene más potencia que cualquier discurso pronunciado por algún famoso a la hora de recibir un premio de la industria.

Por eso molesta tanto el silencio como la indiferencia: porque interrumpen la ceremonia narcisista. En redes sociales, el tribunal está siempre abierto y el delito, siempre vigente. Poco importa el contenido del gesto, lo que se condena es no haber dicho lo que se esperaba. Y eso —precisamente eso— es lo que hacen los verdaderos artistas.