07/07/2025 - Edición Nº881

Opinión


Altares del Siglo XXI

La espiritualidad como trinchera social

06/07/2025 | Donde el Estado no llega, la fe sostiene. En barrios, hospitales, cárceles y villas, la espiritualidad no es evasión: es sostén, consuelo y motor comunitario.



Una madre llora en la puerta de un comedor comunitario. Su hijo empezó a consumir y no sabe qué hacer. No tiene obra social, no confía en la policía, y tampoco se anima a ir a un hospital. Pero ahí está, frente a una hermana que no tiene un cargo público ni un protocolo, pero la escucha, la abraza, le da un mate y le dice: “No estás sola”. A unas cuadras, un pastor reza con un pibe que acaba de salir de la cárcel. No le promete milagros, pero le ofrece algo más raro, una segunda oportunidad. En otra esquina, una mujer migrante encuentra en un centro islámico abrigo, comida caliente, palabras en su idioma y un lugar donde sentirse menos extraña. Nada de eso parece cambiar el mundo, pero cambia un mundo.
En Argentina, y en buena parte del mundo, existe una red silenciosa de contención que no figura en presupuestos ni en noticieros. Una red hecha de templos, parroquias, mezquitas, sinagogas, centros espirituales, casas de oración, salitas improvisadas y comunidades de fe que no actúan por decreto, sino por compromiso. Allí donde la política pública demora o no alcanza, ya hay alguien. Sosteniendo desde lo más básico hasta lo más profundo. Porque cuando la necesidad no da espera, la fe responde primero.
No compiten con el Estado. No lo reemplazan. Lo anteceden. Porque donde falta la política pública, hay política del cuidado. Donde no llega la asistencia, llega el consuelo. Donde se agota la burocracia, aparece el abrazo. 

La espiritualidad como capital social

La espiritualidad no es solo un conjunto de dogmas o ritos. Es una forma de estar en el mundo, de vincularse, de acompañar. Es esa red simbólica que, cuando todo se cae, sostiene. La fe, cuando es vivida como encuentro, se transforma en capital social: en tiempo compartido, en redes afectivas, en espacios de pertenencia que te devuelven el nombre cuando el sistema te lo borra.
En los barrios más golpeados, muchas veces, las comunidades de fe son lo único estable. No se van con las elecciones ni dependen del rating. Están. Y desde ahí, aunque sin flashes ni recursos, construyen ciudadanía desde abajo, desde lo cotidiano. El comedor, la clase de apoyo, la salita, la misa, el rezo, el taller de oficio, el acompañamiento en el duelo. Todo eso que no se ve, pero sin lo cual muchas vidas se deshilachan.
Y no es casual que donde hay más dolor, también haya más fe. Porque el alma busca consuelo, busca sentido. Y ahí, lo religioso, cuando no se convierte en dogma cerrado ni en aparato de poder, puede ser medicina para el alma herida. No como evasión, sino como raíz.

Contención emocional, redes de cuidado, abordajes integrales

Hablar de espiritualidad es también hablar de salud mental, de vínculos, de ternura. En una época donde el cansancio es estructural, donde la ansiedad se volvió normalidad y el dolor circula como ruido de fondo, la fe puede ser un ancla. Un rezo compartido no cura la depresión, pero puede sostener. Un espacio de escucha en una parroquia no reemplaza una terapia, pero puede prevenir. Un abrazo en nombre de Dios, en tiempos de desesperación, no es placebo: es humanidad activa.
Y detrás del altar muchas veces hay mucho más que un rito. Hay voluntarios que cocinan sin descanso, hay psicólogos que escuchan sin cobrar, hay mujeres que hacen red sin pedir permiso. Hay un modo de organización que combina cuerpo, alma y contexto. Que no separa lo emocional de lo espiritual, ni lo espiritual de lo social. Que entiende que cuidar a alguien también es mirarlo a los ojos y decirle: “Tu vida importa”.

El valor de lo invisible

Hay cosas que no se miden, pero que sostienen el mundo. El pan compartido, la vela encendida, la misa de sanación, el rezo entre lágrimas, la palabra justa en el momento preciso. Todo eso no aparece en las estadísticas, pero está. Y lo sostienen quienes creen, con o sin templo, con o sin sotana, con o sin seguidores en redes. Personas que se levantan cada día para servir, para acompañar, para escuchar. Que no lo hacen por fama, ni por votos, ni por retribución, sino por una convicción íntima: que el otro importa. Que el otro es un hermano.
Y en tiempos de híper individualismo, eso es revolucionario. Porque lo invisible, cuando está bien tejido, puede sostener incluso lo que se cae. Lo que no se ve no siempre es débil. A veces es justo lo que da fuerza.

Espiritualidad y política: una alianza posible

Un Estado laico no es un Estado ausente de espiritualidad. Es un Estado que respeta todas las formas de pensar, y que puede reconocer, sin miedo ni prejuicio, el valor que tienen las comunidades de fe en el entramado social. No se trata de financiar credos, ni de convertir al Estado en púlpito. Se trata de mirar la realidad y ver que hay lugares donde la política pública no llega sola. Y que esos lugares, cuando se articulan con responsabilidad, pueden ser aliados poderosos para construir ciudadanía real.
La espiritualidad no debe ser ni exotizada ni temida. Debe ser reconocida. No como un fenómeno privado, sino como parte del ecosistema humano. Donde hay fe, también puede haber política de cuidado. Donde hay espiritualidad encarnada, también puede haber paz social. Y si el Estado es sabio, va a saber tender puentes. Porque donde el sistema se rompe, el alma todavía puede unir.
 

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