
La crisis alrededor del contrato de pasaportes en Colombia ha expuesto mucho más que un conflicto administrativo. Lo que a primera vista parecía una disputa contractual con la firma Thomas Greg & Sons, ha revelado una serie de decisiones y discursos que apuntan a una concentración de poder inédita en la Colombia contemporánea.
En el centro de esta tormenta están tres nombres: Gustavo Petro, Álex Vernot y Alfredo Saade. Cada uno, desde su lugar, ha contribuido a un relato que combina visiones mesiánicas, acciones sin sustento legal claro y un desprecio por los contrapesos institucionales. El resultado es un escenario cargado de tensiones democráticas y desconfianza social.
Álex Vernot, abogado condenado por intento de soborno, justificó en medios la suspensión temporal del servicio de pasaportes como una medida necesaria para frenar un contrato presuntamente corrupto. Sin embargo, lo hizo con una ligereza alarmante, afirmando que "qué son unas semanas" sin pasaporte, ignorando los derechos ciudadanos y las implicaciones internacionales de esa paralización.
A su vez, Alfredo Saade, jefe de gabinete de la Presidencia y pastor evangélico, anunció que Portugal asumiría la emisión de pasaportes colombianos a partir de septiembre. Esa afirmación era falsa. No existía acuerdo alguno firmado y, según expertos, un proceso de ese tipo tomaría al menos nueve meses en concretarse.
El trasfondo de estas decisiones está vinculado a una visión del presidente Gustavo Petro como un "demiurgo": un creador de una nueva Colombia que debe destruir las estructuras heredadas. Petro ha sostenido, en diversos discursos, que su misión es refundar el país, con una narrativa que reemplaza el consenso por el mandato unilateral.
Este tipo de liderazgo se ampara en una ética superior autoatribuida. Petro no ve errores ni adversarios legítimos, sino enemigos del cambio. Bajo esa lógica, toda crítica se convierte en obstáculo, y los controles institucionales son retratados como parte del régimen que se quiere abolir.
La historia latinoamericana está llena de ejemplos de líderes que, al declararse refundadores, terminaron en la autocracia. Desde Daniel Ortega hasta Alberto Fujimori, pasando por Pinochet o Videla, la ruta es conocida: primero se deslegitima el sistema, luego se actúa por fuera de él.
Petro no ha tomado medidas dictatoriales formales, pero su estilo de gobierno apunta a esa tensión constante con las instituciones. Ya ha desconocido fallos judiciales, criticado a los medios y marginado a actores políticos no alineados, con un discurso de confrontación constante.
La presencia de figuras como Vernot y Saade en el entorno del presidente refuerza este rumbo. Ambos representan una mezcla de improvisación, oportunismo y fanatismo ideológico, más que una apuesta por la gestión técnica o transparente del Estado.
Vernot, con sus antecedentes judiciales, y Saade, con su pasado religioso y declaraciones rimbombantes, parecen escogidos no por su capacidad sino por su fidelidad a la causa. Eso debilita aún más los frenos internos que podrían evitar los excesos del Ejecutivo.
Lo más preocupante es que esta forma de gobernar convierte al Estado en un botín al servicio de un proyecto personal. Las instituciones dejan de ser neutrales y se transforman en extensiones del relato presidencial. En ese escenario, la legalidad se adapta a la voluntad del líder, y no al revés.
Los ciudadanos quedan atrapados entre discursos grandilocuentes y una administración que no responde a sus necesidades básicas. La crisis de pasaportes fue apenas una señal: los afectados fueron los miles de colombianos sin acceso al documento, no los responsables de la corrupción.
Pasaportes en Colombia: el capricho de Petro que acabó en contratos a dedo con Thomas Greg y Portugal
— Paola Herrera (@PaoHerreraC) June 28, 2025
CAMBIO revela cómo, por la orden de Gustavo Petro de sacar a la empresa Thomas Greg and Sons del negocio de pasaportes, el Gobierno de Colombia terminó prorrogando tres veces… pic.twitter.com/RTmQhBz29Y
El episodio del contrato de pasaportes no es una anécdota aislada, sino un síntoma de un modelo de poder que se consolida. Petro no es Pinochet ni Ortega, pero su visión demiúrgica lo acerca peligrosamente a límites democráticos. La historia enseña que el precio de ignorar esas señales puede ser alto.
Lo que está en juego no es solo un contrato ni una política pública, sino el respeto por los principios que sostienen una república moderna. El liderazgo mesiánico, por convincente que sea, debe ser contenido por la ley, el pluralismo y la rendición de cuentas.