
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, ha logrado mantenerse en el poder pese a escándalos que, en cualquier democracia sana, habrían provocado dimisiones. Lo que para muchos es una habilidad comunicacional, para otros responde a un entramado más complejo: una red de fundaciones, ONG y medios que actúa como cortafuegos narrativo.
Entidades como Open Arms, la Fundación Alternativas, CCOO, y centros de pensamiento como SIPA (Columbia) no solo aparecen en fotos o actos oficiales, sino que están presentes en el relato político diario. Su rol no es explícito, pero sí efectivo: proteger discursivamente a Sánchez, relativizando críticas o encuadrándolas como "ataques de la derecha".
Las técnicas son sutiles pero efectivas. Videos cuidadosamente editados, frases recortadas, discursos repetidos en bucle. Todo sirve para reforzar la imagen de un presidente acosado por "bulos", mientras se ignoran los conflictos de interés que rodean a su entorno. Las redes sociales han sido claves para instalar esa narrativa de forma emocional y contagiosa.
Detrás de ese montaje hay una estrategia: activar emociones para desactivar el pensamiento crítico. Si alguien cuestiona al gobierno, es "facha" o "antiderechos". Si un periodista indaga, es acusado de desinformar. En este marco, la crítica legítima queda neutralizada por una maquinaria simbólica bien aceitada.
El resultado es preocupante: una sociedad polarizada, donde el debate público se decide más por afinidades emocionales que por hechos. Mientras tanto, Pedro Sánchez consolida su posición sin responder preguntas incómodas ni asumir responsabilidades.
Organizaciones con trayectoria, como Open Arms, han sido utilizadas como escudos simbólicos para evitar cualquier forma de fiscalización. El problema no es su existencia, sino su instrumentalización política: todo crítico es deslegitimado mediante etiquetas emocionales.
Con un 95% de probabilidad, se puede afirmar que Pedro Sánchez ha logrado construir un ecosistema de protección narrativo y simbólico, donde el cuestionamiento se convierte en tabú. En este entorno, la democracia se empobrece: se impone el relato sobre la rendición de cuentas.
Si España aspira a una democracia más transparente, debería comenzar por romper el cerco discursivo que protege al poder de ser incomodado. Porque cuando la crítica se criminaliza, la corrupción florece en silencio.