
En Sinaloa, la violencia ya no estalla: se filtra, se desliza, se normaliza. En las calles de Culiacán, el miedo no se grita; se murmura por WhatsApp, se siente en las aulas vacías y se escucha en las instrucciones de madres que piden a sus hijos no mirar por la ventana. La guerra interna entre las dos grandes facciones del Cártel de Sinaloa ha creado una rutina criminal, una "maldita normalidad" que ha borrado la línea entre vida civil y conflicto armado.
Desde septiembre de 2024, la disputa entre Los Chapitos y La Mayiza ha transformado el estado en un campo de batalla silente. Ya no hay avisos oficiales ni alarmas de protección civil: la población aprende a leer los signos del narco como si fueran parte del clima. Las cifras son alarmantes: más de 3.000 desaparecidos y muertos, decenas de cuerpos mutilados y un tejido social desmembrado, mientras el gobierno federal responde con declaraciones vagas y presencia intermitente.
La guerra no es entre cárteles distintos, sino dentro del mismo. Iván Archivaldo Guzmán, junto con sus hermanos Jesús Alfredo y Joaquín, conocidos como "Los Chapitos", buscan retomar el dominio absoluto de las operaciones. Del otro lado, Ismael Zambada Sicairos, alias "Mayito Flaco", hijo del "Mayo", lidera una escisión que cuestiona esa herencia. La violencia ha sido sistemática y precisa: bloqueos, asesinatos públicos, levantones y videos de advertencia difundidos en redes.
La población queda atrapada en un juego de lealtades invisibles. Cualquier gesto, cualquier llamada, puede ser interpretada como una traición. El silencio se convierte en estrategia de supervivencia. Las escuelas suspenden clases sin explicación, los comercios bajan cortinas ante rumores y los taxis eligen rutas seguras dictadas por la estructura criminal. El miedo ha reemplazado al Estado como organizador de la vida cotidiana.
La violencia ha impactado directamente la economía local. Más de 15.000 personas han perdido su trabajo en sectores como el comercio, el transporte y la hotelería. El turismo, alguna vez promocionado como alternativa a la economía ilegal, ha desaparecido. El narco no solo controla territorios: también regula el flujo de capital y determina qué negocios abren o cierran.
Frente a esto, la acción del gobierno ha sido errática. Pese a la captura y muerte de figuras como Jorge Humberto Figueroa, alias "El Perris", jefe de seguridad de Los Chapitos, el conflicto no se ha detenido. La presencia militar es visible, pero inefectiva: no impide masacres ni logra desarticular las redes que mantienen vivo al cártel. Para muchos, la indiferencia oficial es parte del problema.
En las últimas semanas, escenas de terror se han multiplicado. El hallazgo de 16 cuerpos en una camioneta y cuatro decapitados colgados de un puente ilustran el nivel de barbarie al que ha llegado la disputa. Lo que antes parecía excepcional hoy es parte del paisaje informativo. Las imágenes se comparten, se comentan y se olvidan con rapidez.
Niños y adolescentes han sido particularmente afectados. El miedo ha desplazado la escolaridad: muchos padres prefieren que sus hijos se queden en casa antes que enviarlos a escuelas situadas en zonas disputadas. Las autoridades educativas no ofrecen alternativas ni garantías. En barrios como Tierra Blanca o Alturas del Sur, la infancia ha sido secuestrada por la violencia y el abandono institucional.
La guerra no solo se libra con armas. En Estados Unidos, Ovidio Guzmán ha comenzado a colaborar con la justicia y podría convertirse en testigo protegido. Otros miembros de la familia Guzmán buscan pactos para evitar largas condenas. Esta estrategia judicial debilita el aparato simbólico del cártel, pero también genera reacciones violentas de quienes temen ser delatados.
En México, mientras tanto, la justicia permanece paralizada. No hay juicios públicos ni condenas significativas. Las fiscalías estatales apenas recogen denuncias y los crímenes se archivan antes de investigarse. La impunidad no es una consecuencia: es una condición estructural que favorece el avance del crimen organizado.
El Cártel de Sinaloa, dueño del C5
— Bere Aguilar (@bereaguilarv) July 7, 2025
Estados Unidos va soltando, uno a uno, tiros de precisión que apuntan a un objetivo mayor.@hdemauleon pic.twitter.com/tSU4Z2g5lT
La situación en Sinaloa no es un problema aislado, sino un síntoma de una crisis nacional donde el crimen ha ocupado los vacíos dejados por el Estado. La normalización de la violencia no es solo una estrategia psicológica de supervivencia ciudadana, sino un fracaso político en el que se diluyen responsabilidades. Es probable, con un 85% de certeza, que la fragmentación del Cártel de Sinaloa derive en nuevas células más violentas y menos controlables.
Si no hay un giro profundo en la estrategia de seguridad y justicia, el conflicto se consolidará como un estado permanente. El verdadero riesgo ya no es solo la violencia, sino su aceptación silenciosa. Cuando la población aprende a convivir con el horror, el crimen gana no por las armas, sino por el olvido.