
"Tengo que trabajar mucho para vivir mejor que como vivió mi madre". Esta frase refleja una realidad compartida por millones de mexicanos. La idea de que el esfuerzo individual puede romper con las condiciones de origen ha perdido validez ante un sistema que favorece a quienes ya cuentan con privilegios estructurales.
En México, la movilidad social ha dejado de ser una posibilidad real para las mayorías. Datos recientes indican que solo el 2,1% de quienes nacen en pobreza alcanzan el quintil más alto de ingresos. Esta cifra contrasta de forma alarmante con otros países y deja al país entre los que registran menor movilidad intergeneracional en el mundo.
El problema no radica únicamente en la distribución desigual del ingreso, sino en el acceso restringido a oportunidades fundamentales. Educación de calidad, atención médica, seguridad y vivienda digna están reservadas para quienes ya cuentan con ventajas sociales y económicas. El 60% de la riqueza nacional está concentrada en manos del 0,2% de la población, lo que profundiza esta brecha.
Las consecuencias de esta desigualdad estructural se expresan con fuerza en la geografía. Mientras entidades del norte como Nuevo León o Baja California presentan tasas de pobreza inferiores al 30%, en el sur, estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero superan el 60%. Esta fragmentación territorial acentúa la transmisión generacional de la pobreza, determinando desde el acceso escolar hasta las perspectivas laborales.
Uno de los discursos más extendidos en la sociedad mexicana es el de la meritocracia, la creencia de que el trabajo duro basta para progresar. Sin embargo, diversos estudios revelan que la correlación entre esfuerzo personal y ascenso social es muy débil en el país. Muchos que se esfuerzan no logran mejorar su calidad de vida de forma significativa.
Investigaciones recientes evidencian que el lugar de nacimiento, el apellido y las redes de contacto pesan más que el talento o la dedicación. Este enfoque distorsiona la realidad y traslada la culpa del fracaso económico a los individuos, en lugar de cuestionar un sistema desigual.
En este panorama, las mujeres enfrentan obstáculos adicionales. Además de partir de contextos marcados por la pobreza, asumen una carga desproporcionada de trabajo no remunerado, estimado en casi el 24% del PIB. Esta labor, invisibilizada y no retribuida, limita su tiempo y sus oportunidades de inserción en el mercado laboral.
A eso se suman brechas salariales, acceso limitado a puestos de liderazgo y menor presencia en sectores económicos estratégicos. Las mujeres ganan menos que los hombres por el mismo trabajo, y suelen ser relegadas a empleos informales o de menor estabilidad. Esta doble desigualdad bloquea sus posibilidades de ascenso social y profundiza la reproducción intergeneracional de la pobreza.
🗺️Así es la desigualdad en America Latina en el mapa
— El Orden Mundial (@elOrdenMundial) June 28, 2025
El 1% de la población de la región acumula el 45% de la riqueza.
Chile, Brasil y México los países más afectados
Una de las causas de este problema es culpa de la gigantesca desigualdad en el reparto de la tierra en… pic.twitter.com/UjE6rn0HTQ
El sueño del ascenso social mediante el trabajo ha dejado de ser una promesa creíble en México. Las condiciones estructurales, la desigualdad regional, las barreras de género y la concentración de riqueza limitan de manera drástica la movilidad. Frente a este panorama, resulta indispensable repensar las políticas públicas y el modelo de desarrollo, enfocándose en garantizar acceso equitativo a las oportunidades desde la infancia.
Sin intervenciones profundas y sostenidas, el país corre el riesgo de seguir atrapado en una trampa de desigualdad, donde la cuna no solo marca el punto de partida, sino también el destino.