14/07/2025 - Edición Nº888

Opinión


Altares del Siglo XXI

Dios, el mercado y la justicia social

13/07/2025 | ¿Puede la economía prescindir de la compasión? Frente al discurso que reduce todo a números, las comunidades de fe vuelven a plantear preguntas que incomodan… y que sostienen.



En la última semana, volvieron a resonar ideas que presentan al mercado como fuente de libertad y a la justicia social como obstáculo para el desarrollo. Se invoca la moral del mérito, se exalta la virtud del egoísmo productivo y se señala a toda forma de compasión estructural como una concesión peligrosa o una ilusión colectivista. En ese marco, se cuestionan décadas de pensamiento social, se desacredita la tradición cristiana que puso al pobre en el centro y se invita, sin decirlo del todo, a desconfiar de cualquier ética que no cotice.

Pero reducir la vida social a la lógica del intercambio económico no sólo empobrece la mirada, también empobrece el alma. Porque una sociedad no se mide únicamente por su crecimiento, sino por cómo trata a los que no crecen. Por cómo cuida, sostiene y abraza a quienes no encajan en el ideal de éxito. Porque incluso el más férreo liberalismo económico necesita, para no volverse inhumano, un contrapeso espiritual que le recuerde que hay límites que no pueden cruzarse, dignidades que no pueden negociarse, dolores que no pueden ignorarse.

La tradición espiritual, en sus múltiples vertientes, no se opone al desarrollo, pero sí le exige sentido. Y ese sentido no puede nacer del cálculo, sino de la conciencia. La economía, entendida sólo como eficiencia, es peligrosa. Pero cuando se la entiende como una forma de organizar la vida en común, como un instrumento al servicio de la dignidad humana, entonces se transforma en terreno fértil para la justicia y la fraternidad.

No se trata de romantizar la pobreza ni de negar el valor del esfuerzo. Se trata de recordar que la ética, la compasión y la justicia no son eslóganes piadosos, sino pilares necesarios para que una comunidad no se deshumanice. Y si hoy se los cuestiona, no es porque hayan fracasado, sino porque siguen siendo incómodos para quienes prefieren una libertad sin responsabilidad, una riqueza sin vínculo, una política sin alma.

Una brújula para tiempos de tormenta

La doctrina social de la Iglesia no es un programa político ni una receta económica, pero sí ofrece una mirada ética imprescindible. Nacida en pleno auge del capitalismo industrial, como respuesta a la desigualdad, la explotación y la fragmentación social, propuso desde el inicio una tercera vía entre el liberalismo salvaje y el colectivismo autoritario. No niega el valor de la propiedad, del trabajo ni del mercado, pero los somete a una condición radical, deben estar siempre al servicio de la persona humana.

Desde León XIII con Rerum Novarum, pasando por Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, hasta llegar a Benedicto XVI y Francisco, el magisterio católico ha insistido en un principio tan claro como incómodo: no hay verdadera libertad sin justicia, no hay desarrollo si no es integral, no hay economía que pueda sostenerse en el tiempo si no reconoce el valor de los vínculos, del cuidado, de la solidaridad.

La justicia social, tan vilipendiada últimamente, no es una concesión ideológica ni una estrategia de poder. Es la consecuencia lógica de creer que todos somos hijos, y por lo tanto hermanos. Es asumir que una sociedad sana no es la que genera más riqueza, sino la que distribuye mejor sus oportunidades, su tiempo, su compasión. Es entender que el crecimiento económico no puede convertirse en coartada para el descarte.

Y si bien algunos intentan desacreditar estos principios bajo el pretexto de que pertenecen al pasado o a una visión clerical del mundo, lo cierto es que su vigencia se vuelve más urgente cada vez que una política pública abandona a los más débiles en nombre de la eficiencia, o cada vez que un discurso celebra la competencia pero calla ante el sufrimiento.

No es solo católico: la justicia como mandato espiritual

Hablar de justicia social desde la fe no es una rareza católica ni un invento moderno. Es, en realidad, un eco profundo que atraviesa las grandes tradiciones espirituales. El judaísmo, con su noción de tzedaká, no entiende la caridad como un acto opcional de buena voluntad, sino como un deber moral: compartir lo que se tiene no es un gesto de generosidad, sino de justicia. La comunidad, para el pueblo judío, se construye sobre ese principio: nadie puede vivir bien si su hermano sufre.

En el islam, el zakat, uno de los cinco pilares de la fe, ordena dar parte de los bienes a los necesitados. No es filantropía ni es impuesto: es purificación espiritual y compromiso con el prójimo. La riqueza, en esta mirada, es una prueba, no una conquista. Y el éxito no se mide por lo que se acumula, sino por lo que se comparte.

También dentro del mundo protestante, aunque con más énfasis en la responsabilidad individual, hay sectores que han cultivado una ética solidaria profunda. La tradición del social gospel en Estados Unidos, por ejemplo, impulsó durante décadas reformas sociales en nombre del Evangelio. Y hoy, muchas iglesias evangélicas de base en América Latina están donde el Estado no llega: organizando comedores, recuperando adicciones, acompañando familias en duelo.

Estas miradas no siempre coinciden en sus modos ni en sus teologías, pero sí en una convicción común: la fe auténtica no se encierra en el culto, sino que se derrama en la calle, en la plaza, en la escuela, en el hospital, en cada lugar donde la dignidad humana esté en juego.
En tiempos donde se banaliza la desigualdad o se la justifica con tecnicismos, recordar esta convergencia espiritual no es un gesto piadoso: es un llamado urgente a reconstruir un pacto social que incluya lo invisible, lo frágil y lo que no se puede monetizar.

¿Política sin alma? El peligro de una economía sin ética

Cuando se intenta expulsar a la fe del debate público bajo la excusa de la “neutralidad”, lo que muchas veces se logra no es más justicia, sino más indiferencia. Como sí lo espiritual, por no poder medirse, pesara menos que el PBI. Como si hablar de compasión, cuidado o bien común fuera una debilidad, una nostalgia premoderna, un estorbo para la eficiencia.

Pero toda sociedad necesita una raíz ética que le dé sentido a sus decisiones. Una economía sin alma termina justificando cualquier sacrificio en nombre del crecimiento. Una política sin trascendencia olvida para qué gobierna, a quién cuida, qué historia honra y qué futuro sueña.

La Doctrina Social de la Iglesia, desde Rerum Novarum hasta Fratelli Tutti, insiste en que el trabajo no es solo una mercancía, que el mercado necesita reglas para servir a la persona humana, y que la dignidad no se terceriza. No lo dice contra nadie, lo dice a favor de todos.

Y no se trata de oponer fe y razón, sino de recordar que las razones más profundas de una comunidad no siempre son numéricas. La fraternidad, el perdón, la hospitalidad, no se cotizan. Pero sin ellas, ningún contrato social dura demasiado. 

En tiempos de cinismo institucional, volver a decir que la política es una forma de amor social, como escribió Francisco, puede parecer ingenuo. Pero quizás lo ingenuo sea seguir creyendo que se puede sostener una democracia sin alma.

La economía del cuidado

Como se señala al comienzo de esta columna, no se trata de romantizar la pobreza ni de demonizar al mercado. Se trata de comprender que detrás de cada número hay un rostro, detrás de cada índice, una historia, detrás de cada política, una pregunta ética. La economía, como la política, no es neutra. O sirve a la vida, o la deja atrás.

La espiritualidad, en sus múltiples expresiones, recuerda, a quienes gobiernan, producen, invierten o enseñan, que una sociedad no se mide solo por lo que genera, sino por cómo cuida. Por a quién abraza cuando todo duele. Por a quién no deja caer, incluso cuando el mercado pide recortes.

Quizá no haya una fórmula perfecta entre Dios y el dinero, entre el altar y la empresa, entre la oración y la ley. Pero sí puede haber un hilo que los atraviese: la conciencia de que somos responsables los unos de los otros. Y que la libertad más alta no es la que se ejerce sin límites, sino la que se orienta hacia el bien común.

Porque, al final, toda economía es una apuesta: o se basa en la acumulación, o en la solidaridad. O pone el centro en el mérito, o en la dignidad. O construye imperios, o cuida hogares. 

Y si algo nos enseñan las tradiciones religiosas, es que el pan que se comparte no falta. Que el hermano que se escucha no se convierte en enemigo. Y que una sociedad justa no es la que no reza, ni la que reza más fuerte, sino la que, al rezar, no se olvida de los otros.