
Durante décadas, los libros de historia repitieron los mismos nombres cuando se hablaba del horror de la Segunda Guerra Mundial. Pero hay uno que rara vez aparece, aunque sus crímenes rivalizan -y en muchos casos superan- los de los más temidos verdugos nazis. Su nombre era Shirō Ishii, un brillante médico japonés que usó su bata blanca para cubrir un proyecto aterrador: el desarrollo secreto de armas biológicas mediante la tortura de miles de seres humanos vivos.
Nacido en 1892 en el seno de una familia aristocrática japonesa, Ishii se graduó con honores en microbiología y ascendió rápidamente en el Cuerpo Médico del Ejército Imperial. Pero detrás de su prestigio académico se escondía una obsesión inquietante: usar enfermedades como armas. Cuando la Convención de Ginebra de 1925 prohibió su uso en combate, Ishii lo consideró una prueba de su potencial destructivo.
Así fue como fundó la Unidad 731, una instalación ultrasecreta en Manchuria, disfrazada de centro de prevención sanitaria. Allí, lejos del ojo público, se construyó una de las fábricas de muerte más sofisticadas del siglo XX. Se estima que más de 500.000 personas murieron directa o indirectamente por sus experimentos.
Dentro de los laboratorios de la Unidad 731, las reglas de la ética y la medicina dejaron de existir. Prisioneros —hombres, mujeres y niños— eran infectados a propósito con enfermedades letales como la peste bubónica o el ántrax. Luego, eran abiertos en vida, sin anestesia, para estudiar cómo actuaban los virus en tiempo real. Sus órganos se extraían uno a uno, mientras aún estaban conscientes.
Otros experimentos incluían la congelación extrema de extremidades, hasta que la carne ennegrecía y se quebraba. Había cámaras donde se estudiaba la descompresión del cuerpo humano, o la resistencia al hambre, al dolor y a la radiación. Ishii buscaba convertir la fisiología humana en una ecuación de laboratorio. Para él, sus víctimas no eran personas, sino datos.
No satisfecho con los experimentos de laboratorio, Ishii llevó sus ideas al campo de batalla. Durante la invasión japonesa a China, pueblos enteros fueron usados como pruebas vivientes de guerra bacteriológica. Aviones lanzaban pulgas infectadas con peste sobre aldeas rurales. Otros bombardeaban arrozales y ríos con bacterias de cólera y disentería. Los soldados repartían alimentos contaminados con enfermedades letales, como si fueran ayuda humanitaria.
Civiles hambrientos recibían estos suministros sin saber que se trataba de armas biológicas camufladas. Los brotes resultantes fueron devastadores. Algunas estimaciones afirman que medio millón de personas murieron solo en estas operaciones. El proyecto estaba tan avanzado que, en 1945, Ishii planeó un ataque biológico a Estados Unidos: quería lanzar desde submarinos cargas de peste sobre la ciudad de San Diego.
Cuando Japón se rindió, Shirō Ishii ordenó quemar todos los archivos, destruir los laboratorios y asesinar a los últimos prisioneros. Había que borrar las huellas. La Unión Soviética exigió su juicio por crímenes de guerra. Pero entonces ocurrió lo impensado.
Estados Unidos intervino y lo protegió.
A cambio de los datos obtenidos por la Unidad 731 -considerados valiosos para futuros desarrollos de guerra biológica-, Ishii y sus colaboradores recibieron inmunidad total. Nunca fueron juzgados. Nunca enfrentaron cargos. Muchos incluso fueron contratados luego por grandes laboratorios farmacéuticos o continuaron sus carreras como médicos militares.
Shirō Ishii murió en su cama, de cáncer, en 1959. Sin escándalo. Sin arrepentimiento. Y sobre todo, sin justicia.
Mientras en Europa se juzgaban los crímenes del nazismo en Núremberg, los horrores de la Unidad 731 quedaron envueltos en un pacto de silencio geopolítico. ¿Fue por interés científico? ¿Por la urgencia de la Guerra Fría? ¿O simplemente porque los muertos eran "del otro lado del mundo"?
Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí está claro es que la historia eligió olvidar a Ishii, como si al silenciar su nombre se borraran sus crímenes.
Pero no.
El silencio no absuelve.
Solo repite.