03/09/2025 - Edición Nº939

Entretenimiento

Películas y política

La Cordillera: cine de autor para representar al poder

17/07/2025 | En un mundo saturado de biopics previsibles y sagas serializadas, la película de Mitre se atreve a incomodar con una visión inquietante y elusiva del poder real.



En tiempos de películas que parecen diseñadas por burócratas de multinacionales -biopics musicales, sagas de superhéroes, series clonadas- uno corre el riesgo de olvidar que el cine puede ser otra cosa.

Durante un tiempo, el reinado de las biopic musicales (Bohemian Rhapsody, Rocketman, El Potro) nos dio la sensación de estar viendo siempre la misma película con distinto vestuario. Como si existiera una receta técnicamente correcta para dirigir, guionar y filmar. Igual que un reel de gatitos en Instagram, nunca demasiado largo, nunca demasiado corto, siempre midiendo con precisión la dosis de dopamina a entregar.

La Cordillera (2017), de Santiago Mitre (El Estudiante, Argentina 1985), con guión de Mariano Llinás, es lo opuesto a eso. No es una película “correcta”, ni aspira a gustar a todos. Es cine de autor en el sentido más literal. Apuesta por el riesgo, por lo incómodo, por lo que no se entiende del todo. Por algo muy difícil de representar: El poder (y el mal).

Ricardo Darín interpreta al presidente argentino Hernán Blanco durante una cumbre regional en Chile. La relación con Brasil, socio comercial y rival geopolítico, está bien retratada: alianzas momentáneas, intereses cruzados, tensión contenida.

En principio, La Cordillera podría presentarse como un thriller político. Negociaciones secretas, diplomacia en crisis, presidentes encerrados decidiendo el destino energético del continente. Pero a diferencia de otros thrillers, aquí la intriga no desemboca en grandes revelaciones ni en escenas de acción. Es una película de clima, no de trama. De contenido, en el sentido que usa Sebastián De Caro para distinguir lo superficial de lo que realmente está en juego.

Y lo que está en juego, en el fondo, no se termina de nombrar. Mientras el presidente Blanco navega entre presiones internacionales, también enfrenta un caos personal que va tomando un peso casi espectral. Hay un elemento sobrenatural que amenaza con colarse en la historia, una sugestión, una duda, una puerta abierta hacia lo inexplicable. Pero nunca se confirma del todo.

La ambigüedad es parte del pacto. Como si el poder, igual que un fantasma, nunca terminara de mostrarse. Y mientras tanto, todo transcurre delante de los majestuosos Andes, testigos inmóviles e indiferentes de las pequeñas acciones de los hombres.

¿Qué es el poder? El poder no es una espada ni una bandera. No es un discurso encendido ni una escena de violencia. Es algo más difuso, algo que todos, alguna vez, ejercimos o sufrimos, en un trabajo, en una familia, en una institución. Pero representarlo sin caer en la caricatura -sin que el presidente parezca un villano de manual o un héroe de cotillón- es un desafío.

La Cordillera se anima a mostrar ese poder en su dimensión más fría: reuniones que parecen no decir nada, negociaciones invisibles, gestos mínimos, silencios pesados. Lo que no se dice, lo que no se entiende del todo, lo que el propio protagonista ignora de sí mismo.

En el tramo final de La Cordillera, el presidente se encuentra con un interlocutor extraño. Una figura que funciona como tentación y amenaza al mismo tiempo. No es literalmente el diablo, pero podría serlo. Y lo inquietante es ver que Hernán Blanco se mueve con soltura, como si ese fuera, en el fondo, su lugar natural. Es el momento donde la película deja de sugerir y directamente plantea su pregunta de fondo ¿Cree la política en el bien y el mal? ¿O solo los invoca cuando le resulta útil?

La Cordillera no ofrece respuestas. Su apuesta es otra: mostrar el poder como un territorio moralmente inestable, donde lo real y lo ficticio, lo político y lo personal, lo visible y lo oculto, se mezclan sin una línea clara.

Es probable que esa ambigüedad desconcierte a más de un espectador, pero también es lo que hace que esta película, siete años después de su estreno, siga funcionando como un extraño espejo de época.

Hoy, la política parece habitar un mundo de símbolos sin significado, mientras las mayorías sólo piensan en lo concreto: precios, trabajo, salud. La Cordillera capta algo de esa maldición contemporánea, ese divorcio entre forma y contenido. Entre el espectáculo del poder y su sustancia real.

En un mundo audiovisual dominado por series enlatadas y películas de manual, encontrarse con un film así -ambiguo, imperfecto, incómodo- es como acariciar un animal vivo en el universo de Philip K. Dick. Algo cada vez menos habitual.