
En Guinea Ecuatorial, la miseria no nace de la escasez, sino del saqueo. Mientras las élites del régimen de Teodoro Obiang Nguema siguen enriqueciendo sus cuentas personales en el extranjero, miles de familias enfrentan la degradación absoluta de sus condiciones de vida. Pero entre los más afectados están los menores de edad, forzados —por necesidad, por engaños o por presión social— a trabajar en obras públicas sin contrato, sin derechos y sin paga digna.
En las vísperas de eventos oficiales o rehabilitaciones urbanas forzadas, los Ayuntamientos —ya debilitados por despidos masivos y sueldos miserables— tercerizan la urgencia. ¿La solución? Mano de obra infantil: barata, disponible, invisible. Se los ve cargando piedras, barriendo calles, empujando carretillas o pintando paredes. Lo que no se ve es el abuso detrás: promesas de pequeñas propinas, incentivos que nunca llegan, y jornadas de trabajo que no respetan ni los más mínimos derechos humanos.
El Estado no solo ha fallado en proteger a sus ciudadanos, ha colaborado activamente en convertir la pobreza en una herramienta de control. La administración pública, convertida en una estructura clientelar al servicio del poder, ha permitido que niños trabajen como peones de una propaganda oficial que maquilla plazas mientras desangra vidas.
Todo esto ocurre bajo el silencio cómplice de autoridades locales, de organismos que se hacen los distraídos, y de una comunidad internacional que solo actúa cuando le conviene. Guinea Ecuatorial sigue siendo uno de los países más ricos de África en términos de recursos naturales, pero la riqueza no llega a su pueblo: se esfuma en cuentas offshore, mansiones en Europa y monumentos vacíos que intentan tapar el hedor de la injusticia.
La explotación infantil en obras públicas no es solo un síntoma de pobreza: es la prueba más cruel de un Estado podrido por dentro. Es la foto brutal de una infancia secuestrada por la corrupción.