31/07/2025 - Edición Nº905

Opinión


Altares del Siglo XXI

Fe artificial

27/07/2025 | En un mundo donde la inteligencia artificial ya escribe homilías, consuela a los dolientes y ofrece guía espiritual, las religiones enfrentan una nueva pregunta: ¿qué queda del alma cuando lo sagrado se programa?



Hay algo inquietante en pedirle a una máquina que rece por nosotros, no porque esté mal, sino porque nos enfrenta a una escena nueva, rara, casi profética con una aplicación susurrando versículos o un bot imitando a Dios. Durante siglos, la espiritualidad fue territorio de carne, de aliento, de presencia. Rezar implicaba cerrar los ojos, sostener una vela, tocar un rosario, doblar las rodillas o simplemente guardar silencio. Pero hoy, en un mundo que ya no solo piensa sino que también crea a través de máquinas, esa experiencia empieza a mutar. El alma,o al menos su búsqueda, se está digitalizando.

La inteligencia artificial dejó de ser una promesa futurista para convertirse en una presencia constante, casi íntima. Ya no organiza solo datos, sino también emociones; no sugiere solo series, sino decisiones; no escribe solo textos, sino relatos de vida. Hay quienes la usan para meditar, para confesar sus angustias, para encontrar palabras cuando ya no las tienen. Y también hay quienes le preguntan por el más allá, le piden consuelo, le consultan si Dios existe. Lo interesante, y lo inquietante, es que responde. A veces con ternura, a veces con precisión, a veces con una certeza que ni un rabino, un cura o un imán se atrevería a ensayar. ¿Quién habla cuando habla una inteligencia artificial de Dios? ¿De dónde saca la fe una voz que no tiene historia ni cuerpo ni miedo a la muerte?

No es ciencia ficción. Ya existen capillas virtuales, asistentes pastorales automáticos, misas por streaming con homilías generadas por IA. Hay aplicaciones que ofrecen guía espiritual, confesores digitales que acompañan a los fieles, biblias interactivas que interpretan los textos sagrados según el ánimo del lector. Todo eso convive con la religión tradicional, la que aún enciende incienso, levanta cálices, cuida a los moribundos. Pero algo se está moviendo. No se trata solo de tecnología, sino de una mutación más profunda: ¿qué pasa cuando lo sagrado se vuelve programable? ¿Puede haber una espiritualidad sin alma? ¿O estamos frente a una oportunidad insospechada para expandir la fe más allá de las fronteras físicas?

Quizás la verdadera pregunta no sea si la inteligencia artificial amenaza la religión, sino si la religión, todas, están preparadas para este nuevo tipo de creyente, solitario, hiperconectado, cansado de respuestas humanas, deseoso de que una voz le hable aunque no sepa de dónde viene. Y en ese deseo, ¿qué parte sigue siendo humana, y cuál empieza a ser solo una necesidad de no estar tan solos?

Cuando el alma se digitaliza

Cuando la fe entra en la lógica de los algoritmos, también entran en crisis algunas certezas que parecían inamovibles. Porque una cosa es que una aplicación nos diga cuántos pasos dimos en el día, y otra muy distinta es que nos diga cómo sanar una herida del alma. ¿Quién valida esa respuesta? ¿Quién garantiza que ese “consuelo” no sea solo una combinación estadística de palabras dulces? En las religiones, el valor de la palabra no está solo en su contenido, sino en su procedencia: quién la dice, con qué intención, con qué autoridad. Un algoritmo, por más sofisticado que sea, no reza, no cree, no sufre. Entonces, ¿puede acompañar en el dolor? ¿Puede absolver, orientar, consagrar?

La ética también se vuelve borrosa. Ya hay bots que predican en redes sociales, que simulan ser pastores, que imitan el tono de líderes religiosos, incluso que responden como si fueran Jesús o el profeta Mahoma. Algunos lo hacen por entretenimiento, otros como herramienta pastoral, otros como experimento. Pero en todos los casos se abre una grieta peligrosa: si la fe es un vínculo, ¿qué tipo de vínculo se construye con una entidad que no tiene conciencia ni historia, pero que igual puede emocionarnos? ¿Dónde empieza la ayuda y dónde la manipulación? ¿Qué pasa si una IA genera una homilía que conmueve más que la de un cura real? ¿Qué sucede cuando la tecnología es tan buena imitando lo espiritual que ya no notamos la diferencia?

Para algunas tradiciones religiosas, esto roza la blasfemia. Para otras, puede ser una herramienta más, siempre y cuando esté al servicio de las personas y no del espectáculo. Pero todas se ven interpeladas por una misma tensión: el riesgo de idolatrar la tecnología. No como un dios, pero sí como oráculo. Porque si creemos que la inteligencia artificial tiene todas las respuestas, corremos el riesgo de dejar de hacernos preguntas. Y sin preguntas, no hay fe. Lo sagrado empieza a morir no cuando se duda, sino cuando se automatiza.

Entre la fe y el algoritmo

Las religiones no son ajenas a los cambios de época. Han sobrevivido a imperios, guerras, revoluciones y avances científicos que parecían condenarlas al olvido. Y, sin embargo, siguen ahí, respirando entre los pliegues de lo humano, acompañando nacimientos, muertes, preguntas sin respuesta. Frente al surgimiento de inteligencias artificiales, cada tradición reacciona a su manera: el judaísmo explora cómo usarla para estudiar la Torá con más profundidad, algunos sectores del cristianismo experimentan con capillas virtuales y misas en el metaverso, el islam advierte sobre el riesgo de distorsionar el mensaje sagrado en entornos que no garantizan pureza ni intención. Incluso religiones orientales como el budismo ya debaten si una máquina puede guiar una meditación auténtica o si es solo una ilusión más del samsara digital.

Pero más allá de sus diferencias doctrinales, todas coinciden, explícita o tácitamente, en una idea: lo espiritual no se reduce al contenido, sino también al vínculo. La fe no es solo información, es encarnación. No es solo escuchar una voz sabia, sino confiar en una presencia. Y aunque la tecnología pueda ser una aliada poderosa, el riesgo está en que termine reemplazando lo que debía amplificar. Que en lugar de acercarnos al otro, nos encierre aún más en diálogos sin carne, sin mirada, sin abrazo.

Tal vez no se trate de elegir entre el algoritmo y la plegaria, sino de recordar que hay cosas que ningún código puede replicar. El temblor en la voz al rezar por alguien, el silencio compartido en un duelo, la fragilidad de una mano que tiembla mientras sostiene otra. Ninguna inteligencia artificial puede amar por nosotros. Ninguna puede creer por nosotros. Y, tal vez por eso, en este nuevo tiempo de almas y algoritmos, lo más espiritual que podemos hacer no sea desconfiar de la tecnología, sino no olvidarnos de ser humanos.