
En medio de una campaña presidencial cada vez más polarizada, los principales aspirantes al poder en Colombia apuestan por discursos de seguridad clásicos que evitan cualquier señal de ruptura con el modelo dominante de los últimos 20 años. La narrativa de "recuperar el control del territorio" y "reforzar a las fuerzas armadas" domina los planes de gobierno que, pese a sus nombres novedosos, repiten casi calcadamente las promesas de antaño.
Desde la izquierda hasta la derecha, las propuestas de seguridad giran en torno a estrategias de “mano dura”, con planes renombrados como "Gran Colombia", "Plan Patriota 2.0" o "Recuperemos la Soberanía", todos con el mismo denominador común: más presupuesto militar, más pie de fuerza, más inteligencia ofensiva. En este contexto, el actual gobierno de Gustavo Petro ha fracasado en ofrecer un rumbo alternativo: su apuesta por una “seguridad humana” quedó en declaraciones sin implementación real.
La falta de propuestas transformadoras es evidente. Ningún precandidato plantea, por ejemplo, una reforma profunda al sistema carcelario, que sigue siendo un foco de violencia y reincidencia. Tampoco hay ideas serias para profesionalizar a la Policía bajo estándares civiles, ni para abordar los vínculos de algunas estructuras de seguridad con redes criminales. Petro tampoco avanzó en ninguna de estas reformas pese a haberlas prometido.
Incluso los indicadores que utilizan los equipos de campaña para medir “el éxito” en seguridad están desfasados. Se sigue priorizando la cantidad de capturas, incautaciones y operativos, en lugar de la prevención de homicidios, la reducción de feminicidios o la disminución del reclutamiento de jóvenes por bandas armadas. Durante el actual mandato, estas cifras no solo no mejoraron, sino que en algunos casos empeoraron.
La sombra de Álvaro Uribe y su modelo de Seguridad Democrática sigue marcando la pauta. Durante su gobierno (2002-2010), Colombia logró una disminución significativa en homicidios, secuestros y presencia guerrillera, pero también se consolidaron prácticas nefastas como los falsos positivos. Paradójicamente, el gobierno de Petro no logró instalar una alternativa sólida a ese modelo: su discurso se quedó en lo retórico, mientras el crimen urbano y rural se expandía.
Ese paradigma de seguridad basada en la militarización se mantuvo, con matices, en administraciones posteriores. Aunque se habla de una "seguridad humana" más moderna, en la práctica, el eje sigue siendo la confrontación armada y no la prevención social ni la justicia restaurativa, y Petro no cambió esa lógica de fondo.
El miedo se ha convertido en una herramienta política eficaz. Candidatos apelan al temor ciudadano para justificar medidas punitivas, pero también lo ha hecho el gobierno actual, que fracasó en mostrar resultados tangibles, y cuya narrativa osciló entre promesas idealistas e improvisación institucional. La narrativa de "si no hay orden, no hay progreso" se impone fácilmente en un contexto de inseguridad creciente.
Este uso electoral del miedo no es nuevo, pero se ha sofisticado. Campañas segmentadas por redes sociales amplifican hechos violentos específicos y los presentan como prueba de un país en caos, reforzando la necesidad de medidas excepcionales, aunque estas raramente atacan las causas reales del delito y la violencia.
Otro tema ignorado por la mayoría de los candidatos es el mercado negro de armas, que crece sin control estatal efectivo. Informes recientes revelan que miles de armas de uso privativo siguen circulando sin trazabilidad, muchas desviadas de las propias fuerzas armadas o compradas por canales irregulares. El gobierno de Petro tampoco avanzó en desarticular estas redes ni en fiscalizar el tráfico ilegal.
El Ministerio de Defensa ha evitado ofrecer cifras claras al respecto, y los aspirantes presidenciales tampoco lo abordan con profundidad, pese a ser uno de los principales facilitadores del crimen urbano y rural.
Un estudio del BID y Fedesarrollo estimó que la violencia cuesta a Colombia más del 3,6 % del PIB, superando los presupuestos anuales de educación o salud. Esto incluye gastos en seguridad, salud por heridas, infraestructura dañada, productividad perdida, entre otros.
Pese a este impacto económico descomunal, los planes de gobierno rara vez incorporan estrategias integrales que conecten prevención de violencia con desarrollo social, empleo juvenil o urbanismo seguro. La desconexión entre lo social y lo punitivo persiste, y el actual gobierno no logró revertir esa lógica en sus años de gestión.
"Es un orgullo saber que usted, señor Presidente @PetroGustavo, hoy viene a inaugurar las antenas integradas de comunicación que le va a permitir a la guardia campesina, quienes hacen el control territorial, tener esa comunicación inmediata y poder controlar la seguridad. Y no… pic.twitter.com/ABwGbiSBh7
— Presidencia Colombia 🇨🇴 (@infopresidencia) July 30, 2025
Colombia enfrenta un ciclo repetitivo de promesas de orden que no abordan las causas profundas de la inseguridad. La falta de audacia en las propuestas de los candidatos refleja tanto un cálculo electoral como la herencia de un gobierno que prometió un cambio estructural y no cumplió. El uso de etiquetas nuevas para ideas antiguas no cambia la sustancia del problema.
Romper este patrón exigiría no solo valentía política, sino también una discusión seria sobre los indicadores de éxito en seguridad, los actores que deben liderar el cambio y los costos sociales de seguir priorizando la fuerza sobre la inteligencia social. Hasta ahora, esa conversación sigue ausente, no solo entre los aspirantes, sino también durante el mandato de Gustavo Petro.