
El retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y el repliegue de la Unión Europea sobre sus crisis internas han debilitado el liderazgo histórico en la lucha contra el cambio climático. En este vacío geopolítico, el bloque de los BRICS ampliado aparece como el nuevo actor capaz de reordenar las prioridades globales. La reciente cumbre celebrada en Río de Janeiro evidenció el deseo de llenar ese espacio, aunque también expuso las tensiones estructurales que lo atraviesan.
Brasil, que ejerce la presidencia rotativa del bloque, apostó por colocar el tema climático al centro de la agenda. El evento se planteó como un preámbulo de la COP30, que se celebrará en noviembre en la ciudad amazónica de Belém. Pero más allá de los discursos esperanzadores, la diversidad de intereses entre los miembros y sus modelos energéticos contradicen la narrativa de una transición ecológica real.
Uno de los anuncios más celebrados fue el compromiso del Nuevo Banco de Desarrollo (NDB), la institución financiera del bloque, de destinar el 60 % de sus recursos a proyectos sostenibles. También se presentó la llamada "Hoja de Ruta de Bakú a Belém", una propuesta para movilizar 1,3 billones de dólares en financiamiento climático con enfoque Sur-Sur. A primera vista, la iniciativa refleja ambición e independencia frente a los centros tradicionales del poder financiero.
Sin embargo, la brecha entre lo prometido y lo practicado es amplia. Brasil sigue apostando por la exploración petrolera en la Amazonia, y Rusia mantiene su plan de neutralidad de carbono para 2060 mientras incrementa sus exportaciones de gas y petróleo. El liderazgo ambiental de los BRICS choca con las realidades extractivistas que sostienen sus economías.
China e India representan una paradoja: son líderes mundiales en energías renovables, pero al mismo tiempo dependen fuertemente del carbón para sostener su crecimiento. Ambos países están entre los mayores emisores de gases de efecto invernadero, y si bien sus inversiones en solar y eólica superan a las de Occidente, también están ampliando sus redes de extracción de recursos naturales.
El dilema es evidente: apostar por una transición justa sin sacrificar el desarrollo. Este punto fue reiterado por los voceros de los BRICS en Río, quienes exigieron que los países desarrollados cumplan con su compromiso de financiar la adaptación climática del Sur Global. No obstante, la falta de condicionalidades ambientales internas resta credibilidad a ese reclamo.
Para América Latina, el escenario plantea un dilema estratégico. La región tiene en Brasil a un actor clave dentro de los BRICS y, al mismo tiempo, a la sede de la próxima gran cumbre climática. Esto representa una oportunidad histórica para salir del rol de espectador y liderar una agenda propia en la negociación global por el clima.
Pero esa autonomía exige coherencia y presión interna. El resto de los países latinoamericanos deben exigir a Brasil compromisos reales, que vayan más allá del discurso. La protección del Amazonas no puede ser bandera diplomática y al mismo tiempo campo de expansión petrolera. La región necesita articularse como bloque ambiental con voz propia.
La cumbre de los BRICS en Río dejó un sabor agridulce. Por un lado, visibilizó el potencial del Sur Global para disputar la hegemonía climática mundial; por otro, expuso sus contradicciones y dependencias estructurales. La transición energética no será viable sin voluntad política real y sin romper con el extractivismo que aún domina.
América Latina está ante una encrucijada histórica. Puede asumir un rol activo en la reconfiguración del orden climático o seguir a la deriva entre bloques que, aunque emergentes, reproducen las lógicas del viejo poder.