
La reciente reforma constitucional en El Salvador, que elimina los límites a la reelección presidencial y extiende el mandato a seis años, ha sido calificada por sus detractores como una amenaza a la democracia. Sin embargo, una lectura más pausada revela una lógica institucional distinta: la de un país que, tras décadas de inestabilidad, busca cimentar una nueva gobernabilidad sustentada en continuidad, eficiencia y respaldo popular.
La figura de Nayib Bukele ha trastocado los paradigmas políticos tradicionales. Su estilo directo, su uso de tecnología para comunicarse con la ciudadanía y su enfoque frontal contra las pandillas lo han convertido en un referente regional. Lejos de obedecer a lógicas caudillistas del pasado, su popularidad se explica por resultados tangibles en seguridad, infraestructura y finanzas públicas. La violencia homicida ha disminuido a niveles históricamente bajos, y la sensación de orden ha retornado a barrios antes dominados por el miedo.
En este contexto, limitar artificialmente su mandato podría interrumpir procesos aún en marcha. La continuidad en el poder no es, por definición, autoritarismo; también puede ser una estrategia de consolidación institucional.
Países como Alemania o Suecia permiten reelecciones indefinidas bajo sistemas parlamentarios, y no por ello se consideran menos democráticos. Lo esencial no es cuánto tiempo se queda un líder, sino cómo y bajo qué condiciones se queda.
El nuevo esquema electoral aprobado por la Asamblea Legislativa también aporta eficiencia: alinear elecciones reduce costos, simplifica calendarios institucionales y favorece una mayor participación ciudadana.
La eliminación de la segunda vuelta responde a una realidad política concreta: la fragmentación partidaria ha sido superada por mayorías claras que no requieren ese mecanismo de desempate, permitiendo un sistema más directo y funcional.
Resulta paradójico que muchos críticos exijan respeto a la voluntad popular, pero rechacen una reforma avalada por una Asamblea electa democráticamente y respaldada por mayorías sociales. En El Salvador, la democracia no está siendo desmantelada; está siendo reformulada desde dentro.
Esta mayoría no ha surgido por coacción o fraude, sino como resultado de una transformación social profunda. La democracia también se mide por su capacidad de adaptarse a las expectativas de sus ciudadanos, incluso si eso implica desafiar ciertos dogmas heredados.
En lugar de pensar en "reelección indefinida" como sinónimo de autocracia, podríamos interpretarla como una cláusula de renovación permanente: cada periodo representa una oportunidad para ratificar o rechazar a un gobernante.
La alternancia sigue siendo posible, pero no impuesta por decreto, sino determinada por la decisión ciudadana. Esta forma de continuidad no impide la competencia, sino que la condiciona a la eficacia, al liderazgo probado y al consentimiento popular sostenido en el tiempo.
Bukele ha construido una relación directa con la ciudadanía, desintermediada de los viejos partidos y de los aparatos corporativos. Su permanencia en el poder no depende ya de pactos parlamentarios, sino de un contrato emocional y práctico con una sociedad que ha visto mejoras reales.
El riesgo para El Salvador no es hoy la reelección, sino el retorno a modelos ineficaces que confundieron formalismo institucional con verdadero desarrollo. Lo que está en juego no es una norma, sino la posibilidad de sostener un proyecto que ha cambiado el rostro del país.
🚨| URGENTE: Mientras los zurdos del mundo lloran “dictadura” porque la Asamblea de El Salvador 🇸🇻 aprobó la reelección presidencial, los salvadoreños están CELEBRANDO en las calles que tendrán más años con el buen gobierno de Nayib Bukele, que transformó para bien su país. 🔥 pic.twitter.com/uTk1Yqwrlj
— Eduardo Menoni (@eduardomenoni) August 1, 2025
En definitiva, la reforma no debe juzgarse por la teoría política clásica, sino por su eficacia empírica. Si la continuidad permite consolidar un nuevo modelo de Estado más funcional, inclusivo y seguro, entonces merece una evaluación que trascienda los automatismos críticos.
Quizá el principal desafío no sea limitar el tiempo en el poder, sino garantizar que quien lo ejerza lo haga con legitimidad renovada, resultados verificables y un compromiso inequívoco con el interés común.